Este manuscrito lo encontré hace poco llegando a la esquina de Soler y Gurruchaga. El texto fue escrito en lápiz y por la nitidez del trazo no puede tener una antigûedad mayor a los dos años. Son tres hojas a4 manchadas con vino y lo que parecen quemaduras de cigarro. La ortografía es aceptable pero no perfecta; para satisfacción del lector y evitar el espanto de los maestros de primaria modifiqué convenientemente cada símbolo. Por momentos las letras parecen impresas pero esporádicamente se convierten en caracteres ruinosos, poco legibles. Se deduce del escrito que el autor no es un erudito y que es necesariamente una persona sensible o un impostor de primera categoría. El papel no lleva ninguna presentación. Los ruidosos encantos de esta página me obligaron a titularlo "Un artista del hambre".
(...)En cuanto a mi vida, es lo
suficientemente particular como para que a un individuo del montón le parezca
desagradable.
Pero qué se yo - el hombre no
puede conocerse a sí mismo por completo; esto es tan ridículo como pretender
que la energía explique a la energía. Y esa parcialidad es nuestro resto de
salud mental, si es que existe tal constancia.
Hubo un tiempo en el que aumentaba
mis facultades con placer, me dedicaba al estudio de las cuestiones más
modernas y me deleitaba con las músicas, los alcoholes y los tabacos más excelentes
que concibió el género humano. Creía en la pantalla de la perfección, en el
camino, en la virtud y en la constancia. Hasta mi ociosidad y mis vicios me
parecían sagrados. Me daba infinitas energías la idea antigua, la mentira que explica
cómo el mundo se encarga de abrir camino diáfano a los hombres notables y
pensaba que la Historia
guardaría en páginas de oro todos los hechos de mi vida erudita. Mi cuerpo
estaba preparado para cualquier circunstancia. No había biografía exquisita en la que no
encontrase rastros de mi propia personalidad. Los ataques de nervios no eran
síntomas todavía agravados y veía en mí, en apariciones continuas, al Oráculo,
al Sabio…al Idolo energético. Pero era bien pícaro y sabía disimularlo. A
veces, para despistar un poquito a los chismosos –es decir, a todo el mundo- me hacía el miserable:
entonces pensaba que en cualquier academia del mundo podría dar lecciones sobre
dramaturgia. Si me lo proponía con la firmeza que solo tienen los saqueadores
de voluntades, podía hacer llorar o reir a cualquiera; esto lo comprobé con
chicos de dos años, viejos mendigos, señoras respetables y mujercitas que se
enamoran de nosotros por esas miradas que parecen despreciar el mundo.
Generalmente me daba lo mismo los efectos que podía llegar a causar en los
otros y entonces mi actitud era la de un espectador cualquiera de la comedia
humana, la cara en otra esfera con su electricidad neurótica viajando hacia
falsos Orientes. Otras veces me encerraba dentro de los cofres mentales que los
demás quieren siempre mutilar a causa de su propia vergüenza, de su incapacidad
para estar solos y me quedaba meditando alrededor de una idea que pudiera
cambiar la forma en que nos relacionamos. Al otro día todo me parecía
insuficiente. Esa exigencia me mantenía en una vigilia mental casi insalubre,
pero pensaba en cumplir cierta profecía que yo mismo había anticipado. Las
tareas que me ponía por delante me resultaban ridículamente fáciles, y los
trabajos que los otros realizaban con una dificultad estúpida yo los terminaba
sin haberme dado cuenta. En mis discursos sociales demostraba esperanzas en el
género humano y especificaba con gracia las ideas del futuro. Esa inocencia
descarada, digna de un personaje en una farsa pésimamente ejecutada, fue mi
juventud. Inocencia que hablaba de nuevos escenarios, de fraternidad y de una
sabiduría práctica, pero íntimamente comencé a darme cuenta que despreciaba a
los hombres ¡horrenda y maldita para siempre la hora en que descubrí que solo
la vanidad es el motor de nuestros vehículos! Este razonamiento demuestra que no
soy un animal; el refinamiento de la inteligencia
disminuye las facultades sociales. Una noche entre las noches pretendía
comerme a la fiera que me avergonzaba y me vi al espejo y sentí asco ¡un asco
duplicado! Entonces los días empezaron a hacerse muy largos. Un agujero negro creció con rapidez dentro
de mi cuerpo, y al no encontrar resistencia fue devorando, con el paso de los
meses, la felicidad, la calma, la necesidad de estar despierto.
Creo que fue entonces cuando
comenzó el cansancio y me hundí, me hundí en serio en los espantos de la pasta base,
ese infierno meditado por nuevos alquimistas ¡Yo, que tenía un futuro que antes
de cumplido ya era memorable, que me había convertido en la realización compleja
de dos familias que modestamente habían trabajado durante generaciones para
producir sin saberlo el ejemplar exacto, traicionaba los modos y los envases y
los cambiaba por el viaje y el misterio, esperando repetir alguna fórmula! No
sin cierto orgullo, empecé a despedirme del mundo con algunas muecas tristes. Mis
ojos fueron agotando su antiguo brillo de juventud indomable y pasaron a ser
esferas que irradiaban el comienzo del desastre. Y para mí eso era, ah,
voluptuosidad en la miseria, un regalo. Ese paraíso invertido lo había
construido a mi alrededor con cristales de sofismas, cuyas aristas reflejaban
todos los desencantos que nos esperan más adelante y los había unido trabajando
el material enemigo, el tiempo.
Era evidente que mi capacidad
para transformar el cuerpo me había llevado a un escenario para el que nadie te
prepara hermano y era necesario olvidar mucho y aprender otra vez las cosas más
sencillas –cruzar una mirada con alguien, hacer el amor en plenilunio
cabalgando despacio, comer un damasco en crepúsculo de primavera, hablar con un
idiota, fumar en las terrazas- con un
método distinto.
Las ternuras cotidianas me
llenaban de tedio y un comentario de un amigo o una nota cualquiera en un
diario eran capaces de nublarme la vista o dejarme sensible hasta la nausea por
toda una semana. Me parecía que alguien había saqueado mis antiguas fronteras,
que lo prófugo de mi sensibilidad había hecho con mi piel un trabajo supremo,
dejándola expuesta a cualquier influencia. En esas circunstancias sostener la
vida se convierte en un artificio.
Las viejas que caminaban por la
calle eran para mí nada más que la posibilidad de una nueva dosis, no seres
humanos. Fumaba como se fuma una bomba, con la esperanza de que me estallara
dentro. Mi cerebro se convirtió en una especie de pegamento de fábrica, y la
única conversación de la que fui capaz por varios años giraba sobre
morbosidades atléticas o proyectos de nuevas decadencias. No tenía aire para
pensar en otra cosa; mi oxígeno era tóxico en alta frecuencia, mi sangre se
puso un poco amarilla, y copiando de mí mismo los pensamientos degenerados, se
degradó a ella misma, con un resultado escalofriante. Mi vida fue un delirio al
que me había acostumbrado -¿y quién puede decir algo distinto de la suya?
Además, la normalidad es de mal gusto.
Pero la verdad es que nunca me
gustó especializarme: fui estudiante, ladrón, músico, amante y profeta, sibarita,
comerciante, honrado; y nada me pareció más perfecto que la vida de vagabundo.
Abandoné a la familia, a los viejos y los nuevos amigos. Empecé a hacer de cada
día una improvisación. Cuando no podía fumar, lloraba. Pero lloraba bien, con
técnica, no como las mujeres que extrañan el instrumento que las perfora, sino
más bien como la madre que perdió a su hijo por haber sido demasiado santa. No
solo me temblaba todo el cuerpo y la cabeza se me ponía caliente como un
microondas de alta potencia gimiendo por un esfuerzo que le resulta imposible;
me lloraban las manos, las rodillas, la espalda se convertía en una lava
inarmónica, me sacudía entero, todos los nervios parecían a punto de
desintegrarse por el desvelo al que los sometía. Realmente, era un espectáculo
apreciable. Sentía como había una energía –la vida- que luchaba y quería
escapar de la marea roja de ese tormento, y yo, poseído por el sutil demonio
que nos obliga a arrodillarnos despiertos, sobornaba a los espectros de mi
propia desconfianza con moneda corriente, con las sobras. Entonces pensaba: “¡Cuánto
te amamos, vanidad!”
Entre tanto trip conocí un morfinómano que
creyendo poder lograr un efecto altamente sugestivo, se pinchó, sin mucha
ceremonia, en el centro del ojo izquierdo. Era ateo pero solía decir, en tono
profético y la voz que sugiere un póster: “He
who sees the infinite in all things sees God. And he who sees the
Ratio only, sees himself only.” Después de reposar un día en lo
cómodo de la nube, salió de la cueva caminando con un pedazo de madera sobre
los hombros, a la manera de un Redentor acostumbrado.[1]
Vio la luz del día y deliró más todavía. Aunque no me interesaba sentirme Pietr
lo acompañé durante el camino y me acuerdo que él iba diciendo algo artificial
como: “Sé que me acusaron de soberbia, de poeta y de lacra social. De haber
posado los ojos un poquito más allá de lo permitido para seguir acomodado. Me
dijeron: ‘Andá para adelante’, y después: ‘solo hasta este punto’, mientras me
señalaban con el dedo un código de moral práctica, un manual para
conquistadores. Mis intenciones no fueron otras que dedicarme a la saturación
de este cuerpo mío antes claro y visible, ahora artístico, nervioso,
visionario. Mi interés en los otros es nada, pero si yo sufro y consumo ahora
todo el dolor del mundo ¡entonces tendrían que empezar a darme las gracias!
Pagué mi deuda con la energía desviviéndome en gestos, en muecas, en
intenciones. Inventé palabras, nuevos sonidos y hasta formas más placenteras de
hacer el amor. Fui un dandy de
antología italiana y más tarde francesa, hice de la vida un espectáculo aéreo,
pero la crítica siempre es carroñera y vive del chusmerío, de nuestra carne
picada, de nuestros actos fallidos, del simulacro
y ellos, que son miserables por excelencia, hablan de esperanza…estamos solos.”
Después me agarró –con las suyas, manos violetas contaminadas por la droga- de
la cabeza y me sacudió, como quieréndome conectar a la fuerza con las
corrientes de su vida. En su cara vi la sombra de una felicidad perdida, el
patetismo, el sin remedio de la angustia. Se fue y no lo quise ver nunca más.
No quería escucharlo. Eran tremendos sus razonamientos y no hay ideas más
tremendas que las que nos obligan a cambiar la forma en la que vivimos: hay un
miserable instinto de supervivencia que nos tapa los oídos ante la frecuencia
hablada de ciertos pensamientos. Y es eso el origen de lo que llamamos
convenciones.
Además de gente de la calle, uno
de mis compañeros en el vicio fue diputado reelecto y muchas veces hicimos la
secuencia cerca del Congreso. Cuando, de tanto andar juntos, nos hicimos
amigos, pasamos una semana entera en su casa, dedicados a la tarea habitual. Se
nos sumó su esposa y una sobrina suya, tremendamente libidinosa. Había otro que
trabajaba en la Corte Suprema ;
ese sí que fumaba como un toro ¡y además, qué contrabandista, qué facilidad
para convertirse en paria! ¿Piensan que un tipo de saco y corbata no puede
quedar adicto hasta la médula de este misterio? Nuestra ciudad está llena de
personajes que simulan tranquilidad y una dieta meditada, pero en cualquier
momento se dejan arrastrar por el primer veneno que alguien les ponga sobre la
cara. También conocí estudiantes que lo hacían con mucha categoría.[2] Y
siempre que nos abandonábamos entre pipazo y pipazo a la niebla estéril de las
ideas sublimes, me disculpaba de las mías, que por más ocurrentes, no
entendían, diciéndoles: “Sí, me olvidaba que eras…dromedario”.
Dije que me hundí en serio en los
espantos de la pasta base: siempre quise ser un espíritu romántico.
Pero me nació el optimismo y me
recuperé. Sano, volví a las fiestas comunes. Medité como un estúpido, con mucho
alivio, como cualquiera; certifiqué mi egoísmo, rompí los espejos. En el
momento en el que escribo esta memoria horrenda disfruto de los placeres del
mundo como un burgués mediano. Simulo buenas relaciones con mi familia;
pretendo, cotidianamente, cerrar los ojos ante lo que una vez juré para siempre
no soportar nunca. Mi disconformidad social es proporcional a los deseos privados
que tuve y los viejos no me dejaban cumplir; mi disconformidad social es casi
nula, y el miedo fue un bisabuelo al que enterré tres veces -¿dejará de
despertarse?- en funeral abierto. Veo que, sin excepción, cada ser humano
realiza lo que permite hacer suyo, nociones de energía. Felices y miserables
los que hacen caso a su sensibilidad; felices y miserables también los que se
evaden y plagian voluntades de otros. Aprendí a evitar querer ganar la razón y
a abandonar las discusiones. Los filósofos: no hay mejor manera de argumentar
que ser uno mismo. Los poetas: no hay
nada más allá del arte y es siempre mejor un gesto que sacuda este mundo aburrido
que figurar una nueva galaxia. Mientras los otros discuten sobre astrología,
política o los modos de la medicina y creen estar en un ejercicio intelectual
de categoría yo los miro con ojos que meditan solos y que encontraron y
despreciaron las relaciones verdaderas
y vieron la mentira y el otro infierno
y que descubrieron, después de un viaje al anti-karma, que todo es como una
larguísima broma del vicio mental. A veces me es imposible dejar de pensar:
“tanto viaje para encontrar el manantial que era, nada menos, el verso de la
abuela” ¡Pero arriba, seamos siempre optimistas, con miradas elegantes, de
fiesta! La vida es una obra que no terminamos nunca; la vida es un estreno infinitamente aplazado. Conseguí,
después de tanto desgaste, una calma calurosa e incorruptible; y cuidado,
todavía me guardo algunas balas para la última hora. No me causa vergüenza escribir
esto, es la única forma de sobrevivir entre el humo de tantos desafinados. Biografía
de un polivalente: fui el sabio de la biblioteca, el fisura metafísico de las drogas blandas y duras, el
Improvisador, el amante total, el hijo de muchas madres y el homosexual
tiránico. Después de haber actuado en tantos teatros y de haber visto la cara
que te grita muy de cerca “¡si seguís así no va a pasar mucho tiempo hasta que la Vida empiece a tomarte por un
tonto!” encontré sensato que volver a cierta ternura inicial era una forma alegre
de escapar a la indiferencia que me había ganado toda la espalda y que hasta
había trastornado mi médula espinal dejándome seco como cualquier cuerpo
después de un orgasmo flamenco. Pero sin esa sensación de participar en la Naturaleza. Para
ejercitarme en lo civilizado, me puse a salvo de todo pensamiento serio. Ahora
soy la sombra de ese antiguo lobo, y aunque no puedan creerlo, mi risa, mi risa
guarda todos los acordes de las orgías humanas.
Mamá, mamita, si alguna vez este
papel te llega a las manos: mi cuerpo crémenlo y tiren las cenizas en la cuenca
del Ganges, durante un amanecer. Es la única forma de detener el círculo de las
resurrecciones. No me niegues este favor. Además, espero hace tiempo
encontrarme con *** en el Golfo de Bengala. Estoy cansado en una forma que, te
aseguro, las palabras traicionarían. Es como si hubiese asistido a la sucesiva
muerte de mis otros egos, y ahora, con la nostalgia encima de compañeros tan
queridos que habitaron dentro mío, viviera en luto constante por lo que fui y
dejo de ser cada que vez que pestañeo. No es que no visite a la alegría en su
templo desordenado, pero mi pulso parece inclinarse hacia otro lado. Madre que
me diste la vida, fui mezquino con lo regalado, y ni siquiera nuestros besos
fueron suficientes; los besos nunca alcanzan.
La interrupción del manuscrito es abrupta.
[1] La asociación es más que válida. La
siguiente cita esclarece lo que el artista del hambre intuyó: “En su tratado De supplicio Crucis, Lipsius (Lips) dice
que el palo vertical de la cruz estaba fijo en el lugar de la ejecución y que
el condenado solo tenía que cargar el palo
transversal. En consecuencia, es un error de nuestros pintores retratar a
nuestro Salvador llevando la cruz.” Edgar Allan Poe, Misceláneas. The Southern
Literary Messenger, Agosto, 1836.
[2] Es curioso cierto
paralelismo con el siguiente pasaje. Aunque su literatura es menor, el tema es
el mismo: “(...) sobre la multitud misteriosa de los opiómanos, esa nación
contemplativa, perdida en el seno de la nación activa. Son numerosos, y más de
lo que se cree. Son profesores, filósofos, un lord situado en el cargo más
alto, un subsecretario de Estado; si casos tan numerosos pertenecientes a la
clase social más elevada, han llegado sin ser busc
ados, a conocimiento
de un solo individuo ¡qué espantosa estadística se podría trazar de la
población entera de Inglaterra!” Thomas de Quincey, Confessions of an English
Opium Eater. La cita se puede encontrar también en Baudelaire (Les Paradis
Artificiels, Paris, 1860.)
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