lunes, 16 de enero de 2012

Farsa

Estando yo en la ciudad siria de Alepo (voz que en árabe significa leche fresca) mi amigo Abu Abd-Allah Muhammed el-Gahshigar -mientras caminábamos tomados de la mano por la terraza de su domo y disfrutábamos de la última hora de la tarde contemplando el declive de actividades en el zoco- me decía con su voz fresca: -Los fumadores de hachís están corrompiendo con su pereza el correcto funcionamiento del mercado, situación desagradable para comerciantes como yo e incluso para el mismísimo sultán, quien espera de estos negocios un tributo anual que supera por diez veces los cien mil dinares de oro. Dedicados a la ensoñación, esos brutos entorpecen el libre comercio y promueven la vida quieta bajo el sol augur del Ramadán. Preveo con tristeza que este año los trescientos eunucos del califa golpearán y derribarán las puertas de los vendedores de pescado y de piedras preciosas y de dulces y de telas, saqueando los puestos y apoderándose a la fuerza de lo convenido entre las partes. Los deudores serán ejecutados en la plaza pública y serán apedreados hasta que la sangre nos bañe el rostro, según recomienda el Libro de los Libros. Mi intención es esperar que el disco de la luna complete su ciclo para poder así despachar a los ociosos y enviarlos en caravana hacia Bagdad, ciudad de los delirios. Esa será su salvación y también la nuestra, ¡oh extranjero! Por otro lado, quisiera que mañana me acompañaras al hamman, donde me cité con los altos comerciantes que participarán en esta empresa. Yo contesté: -Oír es obedecer.

Esa misma noche Muhammed el-Gahshigar quiso que me desposara con una de sus esclavas como agradecimiento anticipado por mis futuros servicios. La oferta me pareció excesiva y además no sabía cómo iría yo a ayudarlo en semejante obra, pero terminé aceptando. La muchacha era dulce como el melón, su cuerpo más liviano que una hoja de primavera y su belleza superaba la de la luna espejada en un mar de oro. Luego de los rituales que caben en la fórmula llegué a la habitación donde me recibiría mi nueva esposa. Y al abrir las dos puertas de la cámara de los placeres, la vi, graciosa como olvidarse del tiempo, bailando y dando saltitos, envuelta en trajes delicados, bañada en aceite de argán y perfumada según la usanza de las mujeres sirias. Después que la hube penetrado con mi zib unas diez mil veces, entre risas de los dos, pidió más. Excitado y sin que mi nuevo tesoro lo sospechase, repetí la operación en número exacto. Ya cansados y mirándonos a los ojos, mientras ella jugaba con sus pequeñas manos sobre mi pecho desnudo, conversamos. Con infinito agrado comprobé que conocía los tratados de Astronomía más complejos y que era adicta a la doctrina de los Siete Sabios. Como si esto fuera poco, recitaba a los poetas famosos con técnica insuperable; así sus labios me hicieron olvidar durante una noche completa los dolores del mundo. El día siguiente no fue menos feliz. Abrí los ojos y mi esposa ya no estaba, por lo que me levanté sereno y me dispuse a encontrarme con Abu Abd-Allah en el baño Yalgamma, salón cuya fama en el mundo árabe es similar a la que ostenta el Coliseo romano en el mundo Occidental. Desayuné según mi capricho durante una hora. Después me enteraron que mi amigo había dado la tarde anterior algunas órdenes precisas a sus esclavos, por lo que fui escoltado hasta el hamman por quince negros del color de la más turbia noche y quince mujeres que prefiguraban la dicha del Paraíso. Entonces yo grité, mientras cruzaba la ciudad montado en un caballo blanco cubierto de pedrerías sublimes: -¡Oh, Rey del Tiempo, delicado comerciante, compañero exquisito, que la paz de Alá y del profeta Mahoma esté con tu persona y que la noche última nunca gane la gloria de tus ojos fieles!, agradeciendo al cielo de esta forma exagerada el trato de mi amigo.

Ya en el hamman, unos masajistas nos acomodaron. La reunión tenía entre los presentes a los comerciantes más destacados del zoco, cuyas fortunas y esclavos juntos no caberían en toda la amable extensión del territorio griego. Y hablaban todos y discutían en un lenguaje que a mí me resultaba extraño y cuando ya no sabía de qué estaban conversando mi amigo Abu Abd-Allah giró hacia mí y dijo con el tono exacto con el que se da consejo a un mulo: - Irás a la ciudad de Bagdad, liderando la caravana de los fumadores de hachís. Una vez que hayas entrado en la ciudad, buscarás al visir del sultán y con las más suaves y delicadas palabras que consigas extraer de tu cerebro le dirás que solicitas una audiencia con su dueño. Hecho esto y concedida la visita, entregarás al sultán esta carta sellada en nombre mío y de estos caros señores. Si el resultado de tu embajada es favorable, volverás a Alepo y te recibiremos con honores y festejos por haber salvado de un mal año nuestra ciudad eterna. Como recompensa dejaré que te cases con otras dos esclavas que sean de tu agrado, te daré un palacio que ensombrezca por su gloria al mío y también te regalaré, ¡oh extranjero! una bolsa con monedas de oro equivalente al peso de un tigre en edad madura. Y yo contesté, según la tradición: -Oír es obedecer.

Dos días más tarde partí hacia Bagdad. La comitiva contaba con doscientos esclavos a mi mando y el número precioso de tres mil fumadores de hachís reclutados sin esfuerzo por la guardia civil y los eunucos del sultán. En la puerta de la ciudad di un discurso que no voy a referir, aunque sus objetos principales fueron el éxodo y la felicidad. La distancia hacia Bagdad era de unos mil kilómetros; calculé que lograríamos hacer el viaje -teniendo en cuenta que los fumadores iban a pie, solo una minoría iba montada - en el curso de dos lunas. Consideré prudente llevar conmigo, como seguridad y compañía durante el viaje, un cofre que me había regalado mi esposa y que según su consejo debía abrir sólo en momentos de peligro o de extrema necesidad. Así, iba a todos lados con ese hermoso cofre tallado en madera india y procuraba esconderlo del resto de los mortales por considerarlo un tesoro invaluable.

Durante la primera noche de campaña, para entender a fondo a esos que estaban bajo mi mando, hice llamar a la tienda a través de un secretario al más famoso de entre los fumadores de Siria, quien, según la opinión encontrada de los sabios y los ignorantes –feliz coincidencia de la cual ya estaba al tanto-, era parte de mi ilustre caravana. El adicto en cuestión era un hombre maduro, de larga barba en forma de camaleón, y sus ojos hablaban un idioma sublime que no se descifraba fácilmente. Arrodillándose y quitándose un turbante del color de la serpiente, se presentó en mi tienda con estas palabras machistas (tengo que decir que un traductor hacía de intermediario entre nuestras ignorancias): -Soy Ibn Al-Kamal. Mi fuente es el bálsamo constante y mi tierra la ciudad de Alepo, la mística, donde las mujeres se rinden a la gloria de Alá y los hombres se ejercitan en la virtud y la constancia.- Mientras con la mano izquierda acariciaba la pequeña caja que me había regalado mi esposa, le dije: -Fumador, te hice llamar por mis vasallos en la quieta noche con el único objetivo de encomendarte mi entrenamiento en el arte que los tuyos practican hace siglos. Es necesario que sepas que viajaremos durante sesenta días con sus noches bordeando primero el lago Thartar y descansando consecutivamente en las ciudades de Al Bukamal, Subaykhan y Ar Raqqah. Abrevaremos por vez última en las livianas aguas del Sabkhat Al Jabbul, favoreciendo con ese néctar de juventud nuestra ansiada entrada en Bagdad. Pero mi temor es este: ¿tendrán los tuyos suficiente hachís para abastecerse durante el tiempo que nos lleve la embajada?- Y Al-Kamal, luego de escuchar la versión de mi mensaje filtrada por el traductor, respondió: -Cada uno de los fumadores lleva consigo provisiones para sostenerse durante un año con sus noches.- -¿Es que no pueden-, pregunté, -abandonar ni un día esa actividad?- Y Al-Kamal dijo en tono grave: -No es recomendable. Zoroastro, el sabio, llamaba 'el buen narcótico' a este caramelo que para mi tribu es sagrado. Cuando se está bajo sus efectos, el tiempo circula en pliegos de satisfacción, la sangre obtiene su templanza perdida, el cuerpo se dispone a los placeres locos y la pesadumbre de la vida se convierte en dicha del presente. El olvido fecunda la mente con su antigua fórmula y la memoria, esa valija de fuego, escapa aturdida por lo volátil del milagro. Pero en ocasiones la dicha no es cosa alegre; aunque sean escasos, existieron, existen y existirán casos de fumadores perdidos para siempre en la ensoñación giróvaga; sus ojos devorados por las llamas dejaron de ver y sus corazones mutaron en piedra y sus cuerpos, saqueados para siempre, abandonaron lentamente nuestro mundo de circulares días y noches ¡Que así sea para esas víctimas, porque su estrella y su final estuvo escrito desde siempre por el sublime, el Soberano de los Tiempos: y quiera Alá que nunca se agote sobre la tierra el nepente de mi devoción!- Con esas lúcidas palabras el fumador demostró ser más sensato de lo que yo creía y ganando así mi confianza, comenzamos en ese mismo instante mi entrenamiento. Fumamos de su larga pipa, mientras me hacía repetir con voz de ciervo las palabras rituales…"AchinacaTulai, AchinacaTulai".

Cuando desperté me sentía aturdido. Vi que en mi mano derecha, donde antes estaba la pipa, había una hermosa llama color rubí que misteriosamente no lastimaba mi piel. A pesar de la belleza de la llama mi desesperación era grande, ya que en mi cuerpo se había operado un prodigio sobre el cual no encontraba explicación ni causa aparente. Aterrado, busqué entre mis pertenencias el cofre que mi esposa me había regalado, cofre que según sus palabras me salvaría en el momento indicado de los peligros y los males de este mundo. Cuando lo encontré mi desolación fue suprema...¡el cofre se había transformado en un volumen del Timeo de Platón! Salí de la tienda y comprendí que estaba solo, abandonado a mi suerte en el centro del desierto. Pasaron los días, pero antes que la sed me ganara completamente los tejidos me encontraron unos eunucos horrendos que formaban parte de una caravana miserable. Los eunucos, a través de un fuego atmosférico, me arrastraron como a un perro y me tiraron a los pies de su señor, quien accedió a sacarme del desierto en condición de esclavo. En el zoco de una ciudad famosa por su leprosario me vendieron al precio de una ganga cualquiera y a partir de ese momento serví como espectáculo de feria en todos los países árabes por la llama que hasta hoy continuaba en mi mano izquierda, ardiendo sin doler. Quince años pasé en la servidumbre y la humillación. Hoy esa llama siniestra desapareció. (No me parece accesorio aclarar que escribo esta memoria con la mano derecha.) En mi mano izquierda, donde antes había huesos, carne y piel, hay un agujero abominable que es como una ventana a los misterios corporales. Es evidente que en estas condiciones no resulto de ninguna utilidad para mi actual amo, quien me acusó de haber apagado la llama de manera voluntaria. Mi cara ya no tiene su orden natural: es como un pergamino esférico tajeado por los climas inhóspitos de la zona del Punjab; mi cuerpo es la aberración de lo que era. Fui liberado, pero ya no quiero ser humano. Mi jornada en la tierra se agota. Ahora me dispongo a enfilar hacia el desierto, en donde tengo pensado hundirme para siempre, hasta que mi cara se convierta en arena y mis huesos sean partículas dispersas que reflejen la indiferente potencia del sol.


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