Estando
yo en la ciudad siria de Alepo (voz que en árabe significa leche
fresca) mi amigo Abu Abd-Allah
Muhammed el-Gahshigar -mientras caminábamos tomados de la mano por
la terraza de su domo y disfrutábamos de la última hora de la tarde
contemplando el declive de actividades en el zoco- me decía con su
voz fresca: -Los fumadores de hachís están corrompiendo con su
pereza el correcto funcionamiento del mercado, situación
desagradable para comerciantes como yo e incluso para el mismísimo
sultán, quien espera de estos negocios un tributo anual que supera
por diez veces los cien mil dinares de oro. Dedicados a la
ensoñación, esos brutos entorpecen el libre comercio y promueven la
vida quieta bajo el sol augur del Ramadán. Preveo con tristeza que
este año los trescientos eunucos del califa golpearán y derribarán
las puertas de los vendedores de pescado y de piedras preciosas y de
dulces y de telas, saqueando los puestos y apoderándose a la fuerza
de lo convenido entre las partes. Los deudores serán ejecutados en
la plaza pública y serán apedreados hasta que la sangre nos bañe
el rostro, según recomienda el Libro de los Libros. Mi intención es
esperar que el disco de la luna complete su ciclo para poder así
despachar a los ociosos y enviarlos en caravana hacia Bagdad, ciudad
de los delirios. Esa será su salvación y también la nuestra, ¡oh
extranjero! Por otro lado, quisiera que mañana me acompañaras al
hamman,
donde me cité con los altos comerciantes que participarán en esta
empresa. Yo contesté: -Oír es obedecer.
Esa
misma noche Muhammed el-Gahshigar quiso que me desposara con una de
sus esclavas como agradecimiento anticipado por mis futuros
servicios. La oferta me pareció excesiva y además no sabía cómo
iría yo a ayudarlo en semejante obra, pero terminé aceptando. La
muchacha era dulce como el melón, su cuerpo más liviano que una
hoja de primavera y su belleza superaba la de la luna espejada en un
mar de oro. Luego de los rituales que caben en la fórmula llegué a
la habitación donde me recibiría mi nueva esposa. Y al abrir las
dos puertas de la cámara de los placeres, la vi, graciosa como
olvidarse del tiempo, bailando y dando saltitos, envuelta en trajes
delicados, bañada en aceite de argán y perfumada según la usanza
de las mujeres sirias. Después que la hube penetrado con mi zib unas
diez mil veces, entre risas de los dos, pidió más. Excitado y sin
que mi nuevo tesoro lo sospechase, repetí la operación en número
exacto. Ya cansados y mirándonos a los ojos, mientras ella jugaba
con sus pequeñas manos sobre mi pecho desnudo, conversamos. Con
infinito agrado comprobé que conocía los tratados de Astronomía
más complejos y que era adicta a la doctrina de los Siete Sabios.
Como si esto fuera poco, recitaba a los poetas famosos con técnica
insuperable; así sus labios me hicieron olvidar durante una noche
completa los dolores del mundo. El día siguiente no fue menos feliz.
Abrí los ojos y mi esposa ya no estaba, por lo que me levanté
sereno y me dispuse a encontrarme con Abu Abd-Allah en el baño
Yalgamma, salón cuya fama en el mundo árabe es similar a la que
ostenta el Coliseo romano en el mundo Occidental. Desayuné según mi
capricho durante una hora. Después me enteraron que mi amigo había
dado la tarde anterior algunas órdenes precisas a sus esclavos, por
lo que fui escoltado hasta el hamman por quince negros del color de
la más turbia noche y quince mujeres que prefiguraban la dicha del
Paraíso. Entonces yo grité, mientras cruzaba la ciudad montado en
un caballo blanco cubierto de pedrerías sublimes: -¡Oh, Rey del
Tiempo, delicado comerciante, compañero exquisito, que la paz de Alá
y del profeta Mahoma esté con tu persona y que la noche última
nunca gane la gloria de tus ojos fieles!, agradeciendo al cielo de
esta forma exagerada el trato de mi amigo.
Ya
en el hamman,
unos masajistas nos acomodaron. La reunión tenía entre los
presentes a los comerciantes más destacados del zoco, cuyas fortunas
y esclavos juntos no caberían en toda la amable extensión del
territorio griego. Y hablaban todos y discutían en un lenguaje que a
mí me resultaba extraño y cuando ya no sabía de qué estaban
conversando mi amigo Abu Abd-Allah giró hacia mí y dijo con el tono
exacto con el que se da consejo a un mulo: - Irás a la ciudad de
Bagdad, liderando la caravana de los fumadores de hachís. Una vez
que hayas entrado en la ciudad, buscarás al visir del sultán y con
las más suaves y delicadas palabras que consigas extraer de tu
cerebro le dirás que solicitas una audiencia con su dueño. Hecho
esto y concedida la visita, entregarás al sultán esta carta sellada
en nombre mío y de estos caros señores. Si el resultado de tu
embajada es favorable, volverás a Alepo y te recibiremos con honores
y festejos por haber salvado de un mal año nuestra ciudad eterna.
Como recompensa dejaré que te cases con otras dos esclavas que sean
de tu agrado, te daré un palacio que ensombrezca por su gloria al
mío y también te regalaré, ¡oh extranjero! una bolsa con monedas
de oro equivalente al peso de un tigre en edad madura. Y yo contesté,
según la tradición: -Oír es obedecer.
Dos
días más tarde partí hacia Bagdad. La comitiva contaba con
doscientos esclavos a mi mando y el número precioso de tres mil
fumadores de hachís reclutados sin esfuerzo por la guardia civil y
los eunucos del sultán. En la puerta de la ciudad di un discurso que
no voy a referir, aunque sus objetos principales fueron el éxodo y
la felicidad. La distancia hacia Bagdad era de unos mil kilómetros;
calculé que lograríamos hacer el viaje -teniendo en cuenta que los
fumadores iban a pie, solo una minoría iba montada - en el curso de
dos lunas. Consideré prudente llevar conmigo, como seguridad y
compañía durante el viaje, un cofre que me había regalado mi
esposa y que según su consejo debía abrir sólo en momentos de
peligro o de extrema necesidad. Así, iba a todos lados con ese
hermoso cofre tallado en madera india y procuraba esconderlo del
resto de los mortales por considerarlo un tesoro invaluable.
Durante
la primera noche de campaña, para entender a fondo a esos que
estaban bajo mi mando, hice llamar a la tienda a través de un
secretario al más famoso de entre los fumadores de Siria, quien,
según la opinión encontrada de los sabios y los ignorantes –feliz
coincidencia de la cual ya estaba al tanto-, era parte de mi ilustre
caravana. El adicto en cuestión era un hombre maduro, de larga barba
en forma de camaleón, y sus ojos hablaban un idioma sublime que no
se descifraba fácilmente. Arrodillándose y quitándose un turbante
del color de la serpiente, se presentó en mi tienda con estas
palabras machistas (tengo que decir que un traductor hacía de
intermediario entre nuestras ignorancias): -Soy Ibn Al-Kamal. Mi
fuente es el bálsamo constante y mi tierra la ciudad de Alepo, la
mística, donde las mujeres se rinden a la gloria de Alá y los
hombres se ejercitan en la virtud y la constancia.- Mientras con la
mano izquierda acariciaba la pequeña caja que me había regalado mi
esposa, le dije: -Fumador, te hice llamar por mis vasallos en la
quieta noche con el único objetivo de encomendarte mi entrenamiento
en el arte que los tuyos practican hace siglos. Es necesario que
sepas que viajaremos durante sesenta días con sus noches bordeando
primero el lago Thartar y descansando consecutivamente en las
ciudades de Al Bukamal, Subaykhan y Ar Raqqah. Abrevaremos por vez
última en las livianas aguas del Sabkhat Al Jabbul, favoreciendo con
ese néctar de juventud nuestra ansiada entrada en Bagdad. Pero mi
temor es este: ¿tendrán los tuyos suficiente hachís para
abastecerse durante el tiempo que nos lleve la embajada?- Y Al-Kamal,
luego de escuchar la versión de mi mensaje filtrada por el
traductor, respondió: -Cada uno de los fumadores lleva consigo
provisiones para sostenerse durante un año con sus noches.- -¿Es
que no pueden-, pregunté, -abandonar ni un día esa actividad?- Y
Al-Kamal dijo en tono grave: -No es recomendable. Zoroastro, el
sabio, llamaba 'el buen narcótico' a este caramelo que para mi tribu
es sagrado. Cuando se está bajo sus efectos, el tiempo circula en
pliegos de satisfacción, la sangre obtiene su templanza perdida, el
cuerpo se dispone a los placeres locos y la pesadumbre de la vida se
convierte en dicha del presente. El olvido fecunda la mente con su
antigua fórmula y la memoria, esa valija de fuego, escapa aturdida
por lo volátil del milagro. Pero en ocasiones la dicha no es cosa
alegre; aunque sean escasos, existieron, existen y existirán casos
de fumadores perdidos para siempre en la ensoñación giróvaga; sus
ojos devorados por las llamas dejaron de ver y sus corazones mutaron
en piedra y sus cuerpos, saqueados para siempre, abandonaron
lentamente nuestro mundo de circulares días y noches ¡Que así sea
para esas víctimas, porque su estrella y su final estuvo escrito
desde siempre por el sublime, el Soberano de los Tiempos: y quiera
Alá que nunca se agote sobre la tierra el nepente de mi devoción!-
Con esas lúcidas palabras el fumador demostró ser más sensato de
lo que yo creía y ganando así mi confianza, comenzamos en ese mismo
instante mi entrenamiento. Fumamos de su larga pipa, mientras me
hacía repetir con voz de ciervo las palabras
rituales…"AchinacaTulai, AchinacaTulai".
Cuando
desperté me sentía aturdido. Vi que en mi mano derecha, donde antes
estaba la pipa, había una hermosa llama color rubí que
misteriosamente no lastimaba mi piel. A pesar de la belleza de la
llama mi desesperación era grande, ya que en mi cuerpo se había
operado un prodigio sobre el cual no encontraba explicación ni causa
aparente. Aterrado, busqué entre mis pertenencias el cofre que mi
esposa me había regalado, cofre que según sus palabras me salvaría
en el momento indicado de los peligros y los males de este mundo.
Cuando lo encontré mi desolación fue suprema...¡el cofre se había
transformado en un volumen del Timeo
de Platón! Salí de la tienda y comprendí que estaba solo,
abandonado a mi suerte en el centro del desierto. Pasaron los días,
pero antes que la sed me ganara completamente los tejidos me
encontraron unos eunucos horrendos que formaban parte de una caravana
miserable. Los eunucos, a través de un fuego atmosférico, me
arrastraron como a un perro y me tiraron a los pies de su señor,
quien accedió a sacarme del desierto en condición de esclavo. En el zoco de una ciudad famosa por su leprosario me
vendieron al precio de una ganga cualquiera y a partir de ese momento
serví como espectáculo de feria en todos los países árabes por la
llama que hasta hoy continuaba en mi mano izquierda, ardiendo sin
doler. Quince años pasé en la servidumbre y la humillación. Hoy
esa llama siniestra desapareció. (No me parece accesorio aclarar que
escribo esta memoria con la mano derecha.) En mi mano izquierda,
donde antes había huesos, carne y piel, hay un agujero abominable
que es como una ventana a los misterios corporales. Es evidente que
en estas condiciones no resulto de ninguna utilidad para mi actual
amo, quien me acusó de haber apagado la llama de manera voluntaria.
Mi cara ya no tiene su orden natural: es como un pergamino esférico
tajeado por los climas inhóspitos de la zona del Punjab; mi cuerpo
es la aberración de lo que era. Fui liberado, pero ya no quiero ser humano. Mi jornada en la
tierra se agota. Ahora me dispongo a enfilar hacia el desierto, en
donde tengo pensado hundirme para siempre, hasta que mi cara se
convierta en arena y mis huesos sean partículas dispersas que
reflejen la indiferente potencia del sol.
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