martes, 17 de enero de 2012

Bondi

Ya lo dijo tu abuelo: "No hay mejor manera de viajar que convertir nuestras horas de sueño en un caballo con extremidades de alquímico" pero en la ciudad, para moverse de un lado a otro es más aconsejable subirse a un colectivo que dormir una siesta.

Eran las tres de la mañana y yo estaba en una esquina del mundo: Montes de Oca y Suárez, Barracas.
La noche húmeda se montaba en las espaldas de los caminantes como una madre celosa y los postes de luz emitían rayos intermitentes, pintando tajos fugaces en las caras de los paseantes rotos. Un pibe, sentado en la antepuerta de una casa y chupando una gaseosa, hablaba solo. Un ancianito cuyos lentes parecían cristales de telescopio esperaba el bondi encorvado como una banana, paciente como un roble; una mujer con cara de iguana, vestida para provocar la excitación de cualquier narcotraficante, en lucha espartana con su propio nerviosismo, caminaba de un lado a otro puteando con todo el cuerpo y no sé porque pero parecía a punto de hundirse entre el asfalto. Los autos que pasaban rayaban la avenida a velocidades camaleónicas. En la otra vereda un policía hacía su guardia nocturna manejando una bicicleta roja; no era otra cosa sino un silbato lo que llevaba entre los huevos, y su gorra de oficial le comprimía las circunvoluciones cerebrales, haciendo que su cara ganase en paranoia. De repente se bajó de la bici y se puso a charlar con un tipo gordo que parecía cualquier cosa menos inocente. "Qué noche" -pensé-, "estoy rodeado de tremendos personajes."
La luna vigilaba esta esquina loca con el cuarto de su potencia. El paisaje era el de un doldrum sublime y el clima invitaba a las reparaciones del sueño, pero mis ojos tenían el radio de dos lagunas y todavía estaba lejos de casa.
Antes de que pudiera enfriarme el disfraz de fastidioso, vino el colectivo - que vendría a ser en la ciudad algo así como el elefante, el pulenta de la selva- con su particular fanfarria de luces, orquesta motorizada, líquido de frenos al borde del default y un chofer altamente viperino. En los asientos no había otra cosa que la suciedad dejada por antiguos pasajeros y para quien pudiera verlas, la sombra de algunas viejas historias.

"1,20 por favor"
"¿Adònde vas?"
"Hasta Scalabrini Ortiz"
 Y con la amabilidad que uno espera de cualquier trabajador nocturno, me dijo -mirándome por el espejito del que colgaba un horrendo juguete de Boca: "Es 1,25, flaco. Si querés pagar 1.20 te bajás en Constitución."
 "1.25 por favor."
Para impacientarlo un poco y hacerle notar que la más leve acidez a mi piel la perturba, puse las monedas con lentitud de monje.


sentado al fondo una butaca de falso cuero la vida que se te escapa y de repente semáforo en verde y la sensación te come y el vértigo te nace en un punto inasible del cuerpo que no es la cabeza ni el pecho sino esa conciencia del tiempo en cada mito de los músculos, el motor que se te funde en los huesos y la cabeza que golpea de repente la ventana. Placer de la frente contra el frescor del vidrio, alivio del viento sobre un sudor que no termina de formarse, ronroneo de una ciudad nunca en entretiempo,


En la parada de Constitución se subieron (lo dispongo como se hacía en los trabajos prácticos de la secundaria):

a) Un travesti acompañado de otro travesti, fórmula que no da dos travestis, sino dos personas que se acompañan a casa después del trabajo. Riendo, con ropa de carnaval, chamuyaron al chofer y pasaron gratis.
b) Un moreno más morocho que la última noche; los dientes de marfil de africano y argentino, paso lento amagando la estampida, brazos de boxeador manos de leche, auricular en una oreja y remera adidas pegada al cuerpo. Un maletín me hizo suponer que era vendedor ambulante.
c) Un idiota
d) Una abuela y su nieto o una madre y su hijo o una loba y su presa, o qué se yo viejo ya es tan tarde.
Lo bueno de ver subir a personas raras como amuletos es que la imaginación se erecta, fecunda el misterio, poliniza el desorden en este templo nuestro cerebro. Para el curioso, la vida en la ciudad siempre tiene algún encanto. No me gustan las frases totales pero en Buenos Aires no dejo de comprobar que mientras más miserable es la vestimenta de una persona, más expresión hay en el rostro, más dicen las arrugas arriba de la frente, más cuenta la boca cerrada como un cofre; que donde hay dolor hay siempre una historia, que el dolor transforma visiblemente al cuerpo y que me gustaría tener la técnica para descifrar toda esa carga.


Me bajé una parada después de Scalabrini y agarré la calle Malabia. Y mientras caminaba de vuelta a casa me asaltó una felicidad enorme, un cambio en la disposición del ánimo que te convierte de repente en un santo o en un niño, momentos raros que te hacen pensar que la propia vida es el único y suficiente regalo, que estar en movimiento es mucho más que un milagro. Vi la pendiente que dibujaba la calle, la luz templando el ámbito cerrado de la noche como un sueño, los árboles ensayando sin saberlo un paraguas hermoso y me vi también caminando por ahí en secuencias interminables, como un artista que repasa y repasa sobre el lienzo una misma línea que pareciera después de todo agotarse en otro cuadro. Abrí la puerta y vi un pasillo. Me acordé de las palabras que él me decía: "Para conocer una ciudad tenés que mirar siempre hacia arriba y atravesar todas las puertas que encontrés abiertas." Loco ¡es mambo de no acabar nunca!






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