miércoles, 11 de enero de 2012

Sueño de una noche de verano

Anoche tuve un sueño: era de noche y estaba en mi cuarto. El techo parecía ser en ese momento mucho más alto de lo que es en verdad y las paredes no eran blancas, sino que alternaban entre la arena y una mezcla de cemento. Una persona con la voz de una abuela mía que se suicido tirándose de un séptimo piso me hablaba de sus proyectos para entrar voluntariamente en un manicomio y me preguntaba si estaría dispuesto a ir con ella. Yo trataba de ser amable y explicarle que no podía acompañarla -aunque siempre le aclaraba que me gustaría- porque tenía muchas cosas por hacer y aparte no podía abandonar a mi familia ni a mis amigos. La conversación fue empeorando; ella lloraba y me decía que no iba a soportar el hecho de estar ahí sola y que lo iba a sufrir mucho. Me agarraba de la mano y me daba besos en la mejilla con una ternura excesiva. Fue entonces cuando pude distinguir bien su cara: no era mi abuela. Era una mujer joven y atormentadoramente linda que tenía puesto un vestidito azul corto y de verano, pero algo tenía en los ojos que la hacía insufrible; una mirada que disimulaba a medias un desprecio profundo y que hacía que sus globos oculares parecieran deformados, como si fisiológicamente calcaran los efectos de la fuerza de gravedad que nos gana el cuerpo cuando una vergüenza nos hunde bajo su imperio. En un momento que a mi me pareció extremadamente tenso me paré de golpe y le grité "'¡Pero entonces no vayas, y a mí no me jodas!". Un enjambre de abejas flacas que era una nube sonora bailaba arriba nuestro y aunque no nos atacaba salvo con un fiero zumbido grueso que iba aumentando -convirtiéndose de a poco en una ópera compleja- hizo que un malestar gigante me trepase por la panza hasta usurparme la garganta y el maxilar inferior. No sentía la cabeza hinchada, pero no dudaba en que estaba ocupando un espacio mayor al habitual; el volumen era el mismo, pero la densidad del cráneo y de la masa encefálica me hacían pensar en que su composición era esencialmente distinta. De repente me vi las manos y con asco noté que las tenía empeoradas, las falanges amarillas como por haber fumado una fábrica de tabaco, los huesos marcados como por un enflaquecimiento vil pero meditado. Empecé a dar vueltas mientras la mujer cambiaba los llantos por gritos e insultos y me crucé con un tomo rojo y enorme, del doble del tamaño que tienen los manuales de enciclopedia que solemos encontrar en los estantes de cualquier familia acomodada. El volúmen era un libro de Svevo titulado "Del placer y del vicio del fumar" que había leído parado y de un tirón en una librería de mi barrio simplemente por no tener la plata suficiente para comprarlo. Lo quise agarrar pero se me hacía extremadamente pesado. Parecía de plomo. Con un esfuerzo que me pareció casi una acrobacia lo abrí y de adentro salieron más abejas que se sumaron al tropel infernal. Y los insectos nunca me atacaban. Eso, aunque parezca extraño, me desesperaba. La mujer se había acostado en la cama y por un momento tuvimos un acercamiento casi sexual. Yo me alejé asqueado cuando me dijo palabras excitantes con la dulce voz  -cuesta escribirlos, horrores del sueño- de mi abuela muerta. Entonces otra vez volvió a los gritos. Quise salir de la habitación pero la puerta estaba hinchada por el calor y no corría -la puerta de mi cuarto es de madera y se dilata con temperaturas excesivas. Empecé a transpirar como un musulmano en desierto de sal y piedra y no viendo otra salida que la ventana la abrí de un tirón y pisando algunos cuadernos del escritorio, salté como salta un condenado.
Caí en un jardín con banquitos dispersos y senderos marcados con polvo de ladrillo. Dominaba el parque un edificio de unos tres o cuatro pisos, blanco y de hermosas ventanas uniformes. Vi que el cielo arriba mío estaba nublado, pero más allá, del otro lado de la construcción, el horizonte arremolinado tenía un color perceptiblemente artístico, entre el violeta y el rojo, como en esos atardeceres en los que el juego cromático parece obra de un pintor holandés caído en desgracia. Sin alarma vi también los espectáculos de una lluvia de fuego en plena crecida, pero con miedo sentí como alguien se me acercaba por atrás. Giré rápido; esta vez la figura exacta de mi abuela me sonreía. Mientras abrazados, ella me acariciaba lentamente el cuello con sus manos gordas y la lluvia de fuego nos cruzaba los cuerpos sin que nos arda la piel, me agradeció con esa voz tan suya: "Al final viniste, mi vida, mi solcito."


Hasta ahí lo que me acuerdo. Me desperté y apunté esta historia en el anotador de sueños que tengo siempre al lado de la cama, seguida de una frase: "Dormir con un calor excesivo favorece las circunstancias del delirio". Antes de volverme a acostar prendí el aire acondicionado.

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