martes, 3 de enero de 2012

Sobre la conformidad


Si en estos tiempos, en los que la sombra de la frente de Freud parece ser más extensa y contaminante que la sombra de los restos de Dios –dolor de los metafísicos, festival de los polemistas- alguien despertara, pero despertara realmente, desde la punta de los nervios hasta la apoteosis de las uñas, diría: “La trinidad fue saboteada; antes era deliciosamente artística y ahora no es más que un juego de espectros, una línea del tiempo mental representada por las tres fontanas del pensamiento. Y quién diga: ‘¡Pero si son cuatro¡’, bueno, que recuerde que el purgatorio es un peaje de la ruta cristiana.” Ese hablador no estaría en lo cierto, pero no por eso dejaría de ser estúpido y mulato.
Hay un pensamiento que sabotea la energía; hay otro que la multiplica y conmueve. Si todos los seres participaran de esa obra –en la que el placer fundamental es contagiar a la materia de un anti-spleen, de un spin positivamente bello- llegarían los demoledores con su teratología aumentada, con la nueva óptica y la profecía augusta: es poco osado repetir que los nuevos cardenales son egresados de sociología. Uno creería que quisieron estudiar oftalmología, pero ni la logía ni los ojos están de su lado.
La inteligencia extendida actual es el socialismo del sentido común, en la fase de dictadura del estupitariado; y hablar durante una cena requiere la cortesía de no excitar demasiado los nervios ni mencionar temas desde ópticas interesantes. No se puede abusar de la cortesía de los comensales ocasionándoles una mala digestión con ideas que no quisieron por motu propio deglutir, seguramente por una falta de sencillez, es decir, por carecer de refinamiento.
Nuestra era cibernética promueve el turismo fetichista, la copulación comparada, el interés por falsos ídolos y la recaudación de impuestos. La vanidad es, de por sí, el motor de nuestros vehículos. Yo no sé si esto es un argumento ecologista.


Creo en la trasmigración; sé que los inquisidores medievales fueron más tarde los críticos de arte que mantuvieron en un sótano la primera impresión de Una Temporada en el Infierno, y que al obrar con rotunda idiotez aumentaron por demás la grandeza de la víctima, dejándola para los registros de historia como un mártir de la pulpa africana; sé que los torturadores de Cristo son hoy policías de la metropolitana; que Dalí fue sin duda alguna Velásquez; sé que nuestras manos modelaron las cámaras de gas que torturaron gitanos, negros y judíos; sé que fuimos la doble bala que mató a Hitler; entiendo que Whitman vivió, al menos tres días, en el cuerpo de Borges y que nuestra rebelión sudamericana es como el primer paso de un gigante sin cabeza. (También sé que lo verosímil es el arte de exagerar con método.)
Pero el altar de San Pedro será reemplazado por nuestras sintetizadas divinidades post-elípticas. Y la ayahuasca será un tema de rave party acorde a fiestas infantiles, en las que los padres brindarán con vasos de plástico a medio llenar por la miserable instrucción de sus hijos. Instrucción soportable por un futuro altamente diplomado y promisorio.

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