F. imaginaba una sociedad en la que sus integrantes enviasen
como divertimento, al final del día, cada noche, un breve relato que cifrara,
en la medida en que un humano puede fingir el arte, las tareas o los
pensamientos de toda la jornada. Esa información era a su vez recibida por una plataforma
de libre acceso que los demás interesados podían consultar sin filtros ¿F. pensaba
en el fascismo? Las formas del relato podían ser tan variadas como el que dice
fotos repetidas, agudas grabaciones de un minuto, videos de veinticinco
segundos, textos de veinte páginas, recetas para destruir un plato gourmet,
partituras eruditas que recomendaban el silencio, tratados de derecho que no leería
nadie, instrucciones para sonarse la nariz, instrucciones para agregarse otra
nariz, meditaciones sobre el dolor o proyectos de nuevas medicaciones. Generalmente
muchos comenzaban con estos asuntos a la edad de tres años y era común que a la
hora de la muerte se hiciera una recopilación de los trabajos de cada individuo
y se presentase su Obra ante un auditorio real y otro, generalmente más
extenso, virtual y disperso. Esa forma de vida permitía que cada uno meditara
casi artísticamente sobre su situación, ofreciendo un catálogo muy rico de la
felicidad y la miseria humana.
Las popularidades eran necesariamente variadas. Había, para consideración
de F., grandes artistas cuyas recreaciones eran poco visitadas, y había
también, por el contrario, una cantidad enorme de simplistas y embaucadores que
concentraban gran cantidad de público, ofreciendo su espectáculo mediocre a
espectadores terriblemente confundidos que miraban todo, siempre, con una duda
un poco sincera y otro poco artificial.
Un concierto no necesitaba ya de un escenario, de una plaza,
de un bar o de un estadio gigantesco. Estimada la hora y el día exactos, un
grupo de músicos o de gente bien intencionada aunque no siempre seria –con esto
uno se refiere a que eran más estafadores que otra cosa- se reunían en un
lugar cualquiera –existen casos famosos de conciertos realizados desde
plataformas marinas, en teatros en los que no había un solo espectador o en
playas remotas- y realizaban un stream abierto al que podía asistir todo aquel
que quisiera siempre y cuando pagara un precio razonable -no vaya a ser que un artista deje de ser recompensado.
Pero la cosa se puso oscura: empezaron los problemas cuando el tiempo dedicado al relato
superó, en algunos casos, el tiempo dedicado a la vida real y la red comenzó a
saturarse mientras que la vida real empezó a quedar ociosa. Mayores
complicaciones hubieron cuando los encargados de sostener la red –dedicados básicamente
al mantenimiento de los vínculos y la ampliación del espacio virtual
disponible-, hundidos hasta el fondo en la compilación de sus vidas de pulpo, dejaron
paulatinamente su trabajo y se dedicaron a confeccionar, por separado, sus queridas
obras.
No pasó un tiempo considerable hasta que, por ejemplo,
quedaron poquísimos zapateros. Pero lo que sí restaba era una cantidad enorme
de antiguos zapateros dedicados a la recreación cibernética del que antes había
sido su humilde oficio. Para dar otro ejemplo famoso: los policías se vieron
diezmados y prefirieron ejercer su trampa en las comodidades de la red. Los
robos y los asesinatos disminuyeron en gran medida. No fueron pocos los
anarquistas que celebraron este acontecimiento; tampoco fueron pocos los que se
dedicaron a atentar, por ejemplo, contra fotos de monumentos subidos a la red,
a intervenir imágenes de edificios públicos, a distribuir consignas por todo el
cibermundo con las técnicas más estilizadas según el arte de los crackers. La legislación, extremadamente
confusa al respecto, no tenía nada para decir al respecto del violento accionar
sobre un bien público virtual –la imagen de la Casa de Gobierno o de un puente famoso, la
grabación de un cruce de avenidas respetable o un texto considerado inviolable.
Sosteniendo su voluntad de intervenir el mundo acorde a sus pensamientos, esos
librepensadores tenían el doble beneficio de actuar a su piacere y que esa ejecución no encontrase repercusiones
desagradables, al menos para ellos. Los sociólogos comenzaron a experimentar
con una versión del Sims compleja en grado sumo y según los resultados
obtenidos confeccionaban fórmulas que advertían y aconsejaban sobre los modos
correctos de ordenar la vida humana, explicando en detalle cómo lograr dejar de
lado tanto los fanatismos como las falsas convenciones. Los antropólogos se
dedicaron al estudio de su propia incertidumbre. Algunos delirantes, ante la
escasez de alimento –los distribuidores reales eran pocos-, traicionaron a la
biología y empezaron a alimentarse viendo videos de verduras cocidas o gracias
al dibujo de un banquete subido alguna vez por un cocinero vietnamita.
Sospechosamente, los casos de inanición fueron escasos. La gente suspiraba
cuando veía el video de una cadena montañosa y hasta se abrigaba acorde al
momento sagrado. Comenzó a ser natural que las familias vacacionaran frente a
una pantalla durante quince o veinte días, mirando fijamente la grabación de un
mar inquieto.
Los manicomios quedaron vacíos y los locos prófugos, que
siempre tuvieron cierta reticencia para adaptarse al modus operandi de los trabajadores normales, conquistaron las
calles. Los psiquiatras más exquisitos, alarmados por los hechos que de alguna
manera desfavorecían su situación y ponían en riesgo a toda la población sana,
publicaban incansablemente excelentes artículos sobre las causas de tan
tremenda circunstancia y ofrecían una lista inmejorable de soluciones a corto y
mediano plazo.
El dolor y la felicidad pasaron también a ser virtuales y
con ellos el sexo y las conversaciones y los golpes y las torturas, las bromas,
los argumentos cínicos, los abrazos, los golpes bajos, las salutaciones, los
buenos y los malos momentos, las miradas esquivas, los encuentros fuertes, las masturbaciones las
anestesias, los venenos admirables los prescindibles, la madurez y la ingenuidad meditada, todo
quedó flotando ¡Hasta el misterio, la música las reuniones de familia y el cosquilleo en la panza pasaron a existir solo en los eléctricos genes
de nuestra ciberesfera!
Quienes con poco sentido común advirtieron de supuestos
problemas en el funcionamiento masivo de semejante vida fueron tachados de
disconformes, de negacionistas, de personajes nefastos y pesimistas. El número
de poetas que se suicidaron fue excesivo y sobre la Tierra , esa nación dispersa
y antológica, dedicada hacía siglos al mágico pero, hoy lo sabemos, inútil
trabajo de armonizar palabras para generar sensaciones vagas y poderosas, se
redujo a un puñado de desgraciados que sobrevivían por pura obstinación y que
veían en majestuoso silencio la graciosa pendiente por la que se nos filtraba la Decadencia , ese monstruo
que arrastra desde siempre a un mundo viejo y muy enfermo.
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