lunes, 2 de enero de 2012

Divertimento


F. imaginaba una sociedad en la que sus integrantes enviasen como divertimento, al final del día, cada noche, un breve relato que cifrara, en la medida en que un humano puede fingir el arte, las tareas o los pensamientos de toda la jornada. Esa información era a su vez recibida por una plataforma de libre acceso que los demás interesados podían consultar sin filtros ¿F. pensaba en el fascismo? Las formas del relato podían ser tan variadas como el que dice fotos repetidas, agudas grabaciones de un minuto, videos de veinticinco segundos, textos de veinte páginas, recetas para destruir un plato gourmet, partituras eruditas que recomendaban el silencio, tratados de derecho que no leería nadie, instrucciones para sonarse la nariz, instrucciones para agregarse otra nariz, meditaciones sobre el dolor o proyectos de nuevas medicaciones. Generalmente muchos comenzaban con estos asuntos a la edad de tres años y era común que a la hora de la muerte se hiciera una recopilación de los trabajos de cada individuo y se presentase su Obra ante un auditorio real y otro, generalmente más extenso, virtual y disperso. Esa forma de vida permitía que cada uno meditara casi artísticamente sobre su situación, ofreciendo un catálogo muy rico de la felicidad y la miseria humana.
Las popularidades eran necesariamente variadas. Había, para consideración de F., grandes artistas cuyas recreaciones eran poco visitadas, y había también, por el contrario, una cantidad enorme de simplistas y embaucadores que concentraban gran cantidad de público, ofreciendo su espectáculo mediocre a espectadores terriblemente confundidos que miraban todo, siempre, con una duda un poco sincera y otro poco artificial.
Un concierto no necesitaba ya de un escenario, de una plaza, de un bar o de un estadio gigantesco. Estimada la hora y el día exactos, un grupo de músicos o de gente bien intencionada aunque no siempre seria –con esto uno se refiere a que eran más estafadores que otra cosa- se reunían en un lugar cualquiera –existen casos famosos de conciertos realizados desde plataformas marinas, en teatros en los que no había un solo espectador o en playas remotas- y realizaban un stream abierto al que podía asistir todo aquel que quisiera siempre y cuando pagara un precio razonable -no vaya a ser que un artista deje de ser recompensado.

Pero la cosa se puso oscura: empezaron los problemas cuando el tiempo dedicado al relato superó, en algunos casos, el tiempo dedicado a la vida real y la red comenzó a saturarse mientras que la vida real empezó a quedar ociosa. Mayores complicaciones hubieron cuando los encargados de sostener la red –dedicados básicamente al mantenimiento de los vínculos y la ampliación del espacio virtual disponible-, hundidos hasta el fondo en la compilación de sus vidas de pulpo, dejaron paulatinamente su trabajo y se dedicaron a confeccionar, por separado, sus queridas obras.
No pasó un tiempo considerable hasta que, por ejemplo, quedaron poquísimos zapateros. Pero lo que sí restaba era una cantidad enorme de antiguos zapateros dedicados a la recreación cibernética del que antes había sido su humilde oficio. Para dar otro ejemplo famoso: los policías se vieron diezmados y prefirieron ejercer su trampa en las comodidades de la red. Los robos y los asesinatos disminuyeron en gran medida. No fueron pocos los anarquistas que celebraron este acontecimiento; tampoco fueron pocos los que se dedicaron a atentar, por ejemplo, contra fotos de monumentos subidos a la red, a intervenir imágenes de edificios públicos, a distribuir consignas por todo el cibermundo con las técnicas más estilizadas según el arte de los crackers. La legislación, extremadamente confusa al respecto, no tenía nada para decir al respecto del violento accionar sobre un bien público virtual –la imagen de la Casa de Gobierno o de un puente famoso, la grabación de un cruce de avenidas respetable o un texto considerado inviolable. Sosteniendo su voluntad de intervenir el mundo acorde a sus pensamientos, esos librepensadores tenían el doble beneficio de actuar a su piacere y que esa ejecución no encontrase repercusiones desagradables, al menos para ellos. Los sociólogos comenzaron a experimentar con una versión del Sims compleja en grado sumo y según los resultados obtenidos confeccionaban fórmulas que advertían y aconsejaban sobre los modos correctos de ordenar la vida humana, explicando en detalle cómo lograr dejar de lado tanto los fanatismos como las falsas convenciones. Los antropólogos se dedicaron al estudio de su propia incertidumbre. Algunos delirantes, ante la escasez de alimento –los distribuidores reales eran pocos-, traicionaron a la biología y empezaron a alimentarse viendo videos de verduras cocidas o gracias al dibujo de un banquete subido alguna vez por un cocinero vietnamita. Sospechosamente, los casos de inanición fueron escasos. La gente suspiraba cuando veía el video de una cadena montañosa y hasta se abrigaba acorde al momento sagrado. Comenzó a ser natural que las familias vacacionaran frente a una pantalla durante quince o veinte días, mirando fijamente la grabación de un mar inquieto.
Los manicomios quedaron vacíos y los locos prófugos, que siempre tuvieron cierta reticencia para adaptarse al modus operandi de los trabajadores normales, conquistaron las calles. Los psiquiatras más exquisitos, alarmados por los hechos que de alguna manera desfavorecían su situación y ponían en riesgo a toda la población sana, publicaban incansablemente excelentes artículos sobre las causas de tan tremenda circunstancia y ofrecían una lista inmejorable de soluciones a corto y mediano plazo.


El dolor y la felicidad pasaron también a ser virtuales y con ellos el sexo y las conversaciones y los golpes y las torturas, las bromas, los argumentos cínicos, los abrazos, los golpes bajos, las salutaciones, los buenos y los malos momentos, las miradas esquivas, los encuentros fuertes, las masturbaciones las anestesias, los venenos admirables los prescindibles, la madurez y la ingenuidad meditada, todo quedó flotando ¡Hasta el misterio, la música las reuniones de familia y el cosquilleo en la panza pasaron a existir solo en los eléctricos genes de nuestra ciberesfera!
Quienes con poco sentido común advirtieron de supuestos problemas en el funcionamiento masivo de semejante vida fueron tachados de disconformes, de negacionistas, de personajes nefastos y pesimistas. El número de poetas que se suicidaron fue excesivo y sobre la Tierra, esa nación dispersa y antológica, dedicada hacía siglos al mágico pero, hoy lo sabemos, inútil trabajo de armonizar palabras para generar sensaciones vagas y poderosas, se redujo a un puñado de desgraciados que sobrevivían por pura obstinación y que veían en majestuoso silencio la graciosa pendiente por la que se nos filtraba la Decadencia, ese monstruo que arrastra desde siempre a un mundo viejo y muy enfermo.

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