En la pared de una casa una litografía de Hitler manchada con mermelada de frambuesa.
Sentido común sugiere: además de nazi, el dueño es persona sucia.
En una galería de arte una litografía de Hitler manchada sutilmente con mermelada de frambuesa.
Crítico de arte opina: ¡Nunca estuvo tan bien expresada la banalidad del mal!
martes, 31 de enero de 2012
viernes, 27 de enero de 2012
#9 Dream
El subsuelo está lleno de esculturas de toros. Sobre un costado, Picasso fuma un grillo en una mesa inclinada. Tu madre, escondida entre las patas, le chupa las medias con voluntad de lagarto. El piso es una libreta encerada y hay mucho miedo si se acaba la página. La música nace del agua y muere en el timbre. Un sacudón: estás desnudo. Caminás ligero por la pista de arena. Hundís la cara en un piletón y solo conseguís mojarte los dientes. Un arquetipo te muestra las variantes de un catálogo de hermanos. Te escuchás el pecho y decís: "estoy viviendo." Una leonada insegura transporta caravana de espejos. Una mujer se arranca un celular del pecho sangriento y te lo da con sonrisa y uñas pintadas: el corazón electrónico es el medio del mensaje. Mirás para arriba y este techo es de humo ¡Llueve vino!
Sorpresa: en la planta alta te avisan que todavía estás en el subsuelo.
Sorpresa: en la planta alta te avisan que todavía estás en el subsuelo.
jueves, 26 de enero de 2012
Film mudo
En la ruta que lleva hacia la antigua ciudad de Soberbia:
Un grupo de autos modernos desgasta el camino. En uno de ellos un individuo de apariencia melancólica saca un brazo por la ventanilla desde el asiento del acompañante mientras fuma un cigarrillo. Por el costado pasan repentinamente mujeres seductoras que lo miran con deseo, pero al no mantener pareja la velocidad, lo superan y se alejan por la ruta. El hombre mira a su amigo, el conductor, como diciéndole: "Seguilas". Y mientras ponen un disco cualquiera en el reproductor, las persiguen. El auto que lleva a las mujeres se escapa. Los dos coches no están lejos de los muros de Soberbia cuando vuelven a quedar a la misma altura. La mujer que maneja da a entender con signos graciosos que pretende encontrarlos más adelante, dentro de la ciudad, pero los hombres, sorprendidos, hacen notar que su intención nunca fue entrar en semejante población. Las dos mujeres ríen, no ofrecen alternativa y cruzan a toda velocidad la frontera de Soberbia.
Los hombres, para sorpresa del espectador, dan la vuelta completa y se alejan por la ruta en dirección contraria.
Unos kilómetros más adelante, la misma escena, pero el auto y las mujeres son distintas. Los dos amigos piensan que la próxima ciudad puede ser favorable a sus intenciones y deciden perseguirlas. Festejan anticipadamente por la que puede ser una noche de borrachera y lujuria, pero un cartel infame les corta la alegría poco tiempo después:
"A 4km. ciudad de Soberbia "
La cámara filma todo esto desde una torre ubicada sobre los muros de la primera Soberbia.
Los hombres, confundidos, dan la vuelta y continúan en la ruta. Unos minutos después deciden dar otra vez la vuelta y entrar en la segunda Soberbia. Encuentran a las mujeres en un bar. Se acomodan en la mesa para estimularlas pero sienten que la conversación se les hace complicada; las mujeres, de hecho, los desprecian.
Pensando que un golpe de mala suerte lo puede tener cualquiera, van al único hotel que hay en el pueblo con la intención de pasar la noche y al día siguiente seguir camino, pero no consiguen habitación. Por suerte, el encargado, que resulta ser extremadamente amable, les da un papel con la dirección de una casa famosa por su calidez humana. Llegan, ya sobre la medianoche, al destino pretendido. Hablan con el dueño de la casa y le explican su situación tambaleante. El hombre los escucha atentamente y se lamenta, porque acaba de hospedar en el único cuarto extra de su casa a dos jóvenes mujeres.
Entonces deciden dormir en el auto. Salen a la ruta apenas nace la mañana. En la puerta de la ciudad un personaje les advierte que el camino está en mal estado y que el paso es prácticamente imposible. Los hombres son cuidadosos y no pretenden correr ningún riesgo: van a tener que permanecer en el pueblo. Horas más tarde, mientras almuerzan en el mismo bar de la noche anterior, se cruzan otra vez con las negadas mujeres, a las que intentan otra vez acercarse, ya más por aburrimiento que otra cosa. Las mujeres, casi ofendidas, se niegan. Dicen: "Nos gusta ser perseguidas, pero tampoco tanto. Mientras estaban en la ruta parecían seductores, pero ahora que muestran sus intenciones los encontramos despreciables."
Los hombres se ríen y les dan a entender que están confundidas, que lo único que quieren es relacionarse con alguien porque están varados en el pueblo. Les responden: "Ese cuento ya lo escuchamos muchas veces. Déjennos solas."
En la ciudad de Soberbia te esperan mujeres hermosas que no saben lo que quieren.
Los dos amigos se quedan un tiempo en el pueblo: piensan que va a ser mucho más placentero -cuando la ruta sea reparada por los obreros de la antigua Soberbia- mantenerse indefinida y sensatamente en el camino.
Un grupo de autos modernos desgasta el camino. En uno de ellos un individuo de apariencia melancólica saca un brazo por la ventanilla desde el asiento del acompañante mientras fuma un cigarrillo. Por el costado pasan repentinamente mujeres seductoras que lo miran con deseo, pero al no mantener pareja la velocidad, lo superan y se alejan por la ruta. El hombre mira a su amigo, el conductor, como diciéndole: "Seguilas". Y mientras ponen un disco cualquiera en el reproductor, las persiguen. El auto que lleva a las mujeres se escapa. Los dos coches no están lejos de los muros de Soberbia cuando vuelven a quedar a la misma altura. La mujer que maneja da a entender con signos graciosos que pretende encontrarlos más adelante, dentro de la ciudad, pero los hombres, sorprendidos, hacen notar que su intención nunca fue entrar en semejante población. Las dos mujeres ríen, no ofrecen alternativa y cruzan a toda velocidad la frontera de Soberbia.
Los hombres, para sorpresa del espectador, dan la vuelta completa y se alejan por la ruta en dirección contraria.
Unos kilómetros más adelante, la misma escena, pero el auto y las mujeres son distintas. Los dos amigos piensan que la próxima ciudad puede ser favorable a sus intenciones y deciden perseguirlas. Festejan anticipadamente por la que puede ser una noche de borrachera y lujuria, pero un cartel infame les corta la alegría poco tiempo después:
"A 4km. ciudad de Soberbia "
La cámara filma todo esto desde una torre ubicada sobre los muros de la primera Soberbia.
Los hombres, confundidos, dan la vuelta y continúan en la ruta. Unos minutos después deciden dar otra vez la vuelta y entrar en la segunda Soberbia. Encuentran a las mujeres en un bar. Se acomodan en la mesa para estimularlas pero sienten que la conversación se les hace complicada; las mujeres, de hecho, los desprecian.
Pensando que un golpe de mala suerte lo puede tener cualquiera, van al único hotel que hay en el pueblo con la intención de pasar la noche y al día siguiente seguir camino, pero no consiguen habitación. Por suerte, el encargado, que resulta ser extremadamente amable, les da un papel con la dirección de una casa famosa por su calidez humana. Llegan, ya sobre la medianoche, al destino pretendido. Hablan con el dueño de la casa y le explican su situación tambaleante. El hombre los escucha atentamente y se lamenta, porque acaba de hospedar en el único cuarto extra de su casa a dos jóvenes mujeres.
Entonces deciden dormir en el auto. Salen a la ruta apenas nace la mañana. En la puerta de la ciudad un personaje les advierte que el camino está en mal estado y que el paso es prácticamente imposible. Los hombres son cuidadosos y no pretenden correr ningún riesgo: van a tener que permanecer en el pueblo. Horas más tarde, mientras almuerzan en el mismo bar de la noche anterior, se cruzan otra vez con las negadas mujeres, a las que intentan otra vez acercarse, ya más por aburrimiento que otra cosa. Las mujeres, casi ofendidas, se niegan. Dicen: "Nos gusta ser perseguidas, pero tampoco tanto. Mientras estaban en la ruta parecían seductores, pero ahora que muestran sus intenciones los encontramos despreciables."
Los hombres se ríen y les dan a entender que están confundidas, que lo único que quieren es relacionarse con alguien porque están varados en el pueblo. Les responden: "Ese cuento ya lo escuchamos muchas veces. Déjennos solas."
En la ciudad de Soberbia te esperan mujeres hermosas que no saben lo que quieren.
Los dos amigos se quedan un tiempo en el pueblo: piensan que va a ser mucho más placentero -cuando la ruta sea reparada por los obreros de la antigua Soberbia- mantenerse indefinida y sensatamente en el camino.
miércoles, 25 de enero de 2012
Cinco minutos para un ejercicio casi surrealista
No hay hora para decir cuac ni hora para decir mu, no hay tiempo para pensar despacio!
Me gusta que me rasquen la cabeza, me acaricien la frente, me rocen el pecho con uñas de gato o me sorban el falo con trompa de loba, pero los masajes a la vanidad nunca dejan de caerme pesados. Habiéndome entrenado durante años para el parloteo, el pensamiento crítico, la discusión sensata, el entretenimiento, la destrucción de la academia en mármol, es bueno saber que me rompí la cabeza y al silencio lo tengo educado.
Ahora, tribalmente junto una por una las semillas de lindas flores arábigas locas disconformes que hace años riego con paciencia. Advertencia de un lector ligero: la sensibilidad... la estás pifiando ¡Mierda, cuánto aburrimiento! ¿Todos los años repetir la natividad de las traiciones? Huye la voluntad de las caras de los viejos, esos escenarios los encuentran fieros. Nunca voy a hacer una tesis sobre el encierro.
Modelar palabras, destornillar lenguas, centuplicar el escándalo, cometer todas las infracciones de la vida privada, sabotear la palma de los espacios públicos, sondear con calma y ternura de elefante la última nota acomplejada, prometer madreselvas, cornucopias, a nuestros amigos, nuestras familias en granada. Trabajar por puro ocio, consumir por anti-vicio, copular el amor temprano el amor etéreo, responder jamón serrano, cachetear a un kiosquero o delirar a un psicólogo chato, seducir en media hora a una actriz mediana de súcubo y plumero, mentir para inventar nuevas distancias, realizar artificios de magician para eludir espacio. Chamuyar de noche, de día, mientras dormimos solos, mientras pensamos. Arañar una madera agujereada por la sombra de tu padre, amonedar temperaturas de desnudos comentarios. Saludar a un físico con fórmula de enano. Fabricarse una soga antes del labio, descubrirse un nuevo diente, limpiarse una lagaña para no arruinarse el tercer ojo. Ensayar un fueguito entre los dedos, auscultarle el hedonismo a un vigilador sensato. Esconderse de todo colectivo, ofrecer papel picado.
Ejercitarse por cinco minutos en un surrealismo avejentado.
Me gusta que me rasquen la cabeza, me acaricien la frente, me rocen el pecho con uñas de gato o me sorban el falo con trompa de loba, pero los masajes a la vanidad nunca dejan de caerme pesados. Habiéndome entrenado durante años para el parloteo, el pensamiento crítico, la discusión sensata, el entretenimiento, la destrucción de la academia en mármol, es bueno saber que me rompí la cabeza y al silencio lo tengo educado.
Ahora, tribalmente junto una por una las semillas de lindas flores arábigas locas disconformes que hace años riego con paciencia. Advertencia de un lector ligero: la sensibilidad... la estás pifiando ¡Mierda, cuánto aburrimiento! ¿Todos los años repetir la natividad de las traiciones? Huye la voluntad de las caras de los viejos, esos escenarios los encuentran fieros. Nunca voy a hacer una tesis sobre el encierro.
Modelar palabras, destornillar lenguas, centuplicar el escándalo, cometer todas las infracciones de la vida privada, sabotear la palma de los espacios públicos, sondear con calma y ternura de elefante la última nota acomplejada, prometer madreselvas, cornucopias, a nuestros amigos, nuestras familias en granada. Trabajar por puro ocio, consumir por anti-vicio, copular el amor temprano el amor etéreo, responder jamón serrano, cachetear a un kiosquero o delirar a un psicólogo chato, seducir en media hora a una actriz mediana de súcubo y plumero, mentir para inventar nuevas distancias, realizar artificios de magician para eludir espacio. Chamuyar de noche, de día, mientras dormimos solos, mientras pensamos. Arañar una madera agujereada por la sombra de tu padre, amonedar temperaturas de desnudos comentarios. Saludar a un físico con fórmula de enano. Fabricarse una soga antes del labio, descubrirse un nuevo diente, limpiarse una lagaña para no arruinarse el tercer ojo. Ensayar un fueguito entre los dedos, auscultarle el hedonismo a un vigilador sensato. Esconderse de todo colectivo, ofrecer papel picado.
Ejercitarse por cinco minutos en un surrealismo avejentado.
martes, 24 de enero de 2012
Ridículo
Yo no estoy loco, pero a veces me siento solo cuando pienso con bastante vergüenza -por lo que hicimos con lo que nos dejaron- que es poco el tiempo que nos resta hasta que un kilo de queso sea más caro que un reproductor de música de 4GB. Teniendo la certeza de que un bebé de madre paria cuesta en el mercado negro menos que un traje de Yves Saint Laurent, y que en esa misma tienda un corazón o un pulmón cuesta menos que alquilar un auto con el motor medio tirado; sabiendo que una idea feliz hace rato vale mucho menos que un par de tetas de plástico, que un diploma impreso en láser otorga más mérito que la sabiduría o la capacidad de hacer cosas en el mundo, que unas botas de setecientos pesos consiguen más mujeres que unos versos de Verlaine articulados con gracia portuguesa -bueno, esto es discutible- y que un artista es tan respetado como un mogólico -porque ambos son buenitos y casi no causan daño-; habiendo visto como la indiferencia es la bandera que une a los promotores de la siesta, como la sensibilidad es aborrecida cual malaria sangrienta, sida o paludismo; después de notar que la música tiende hacia la consagración del ritmo abandonando para siempre la armonía y el fraseo, que la literatura huye para ser solo un ensayo de la literatura -donde la vanguardia se dedica a modificar la puntuación o trastocar el punto de vista; después de haber aceptado que las personas que amamos cambien nuestra compañía por la de un televisor o de un blackberry, que la libertad sea un argumento entre los fríos dientes de los nacionalistas; años posteriores a la guerra, a los juegos de los pibes, a las manitos juntas, a la locura hormonal, a la esperanza sobre todos los cambios, nos traen ¿qué? ¿la risa, el espanto?
Cuando en algunas reunioncitas presento argumentos de este estilo, las caras sensatas miran mal o se encapsulan en gracia selvática, como si la vida real me pasara por el costado y fuese yo el que viviese un sueño de idiota melancolía.
¿Pero estos días, no nos encuentran surfeando la cima de lo absurdo? Estos días globales ¿no nos causan aislamiento de ballena?
Ridículo, ridículo, como saber que nuestras palabras sinceras valen menos que un discurso planificado para ocultar o confundir. Ridículo como saber que el pedazo de tierra en el que vamos a ser enterrados será más considerado que nuestros minutos de vida contentos, que nuestra obra y que nuestros hijos juntos. Ridículo como tener la sensación de que cada palabra de protesta aumenta la órbita de la estupidez, reproduce el ejercicio vano, ayuda a la torpeza inédita ¡Ridículo como entender que últimamente cada gesto desesperado es una inyección que inocula con fatalidad de mar salado, silencio, muerte o una escapada al loquero!
Calma, chiquilín: la felicidad se guareció de nuestra era electrónica.
Cuando en algunas reunioncitas presento argumentos de este estilo, las caras sensatas miran mal o se encapsulan en gracia selvática, como si la vida real me pasara por el costado y fuese yo el que viviese un sueño de idiota melancolía.
¿Pero estos días, no nos encuentran surfeando la cima de lo absurdo? Estos días globales ¿no nos causan aislamiento de ballena?
Ridículo, ridículo, como saber que nuestras palabras sinceras valen menos que un discurso planificado para ocultar o confundir. Ridículo como saber que el pedazo de tierra en el que vamos a ser enterrados será más considerado que nuestros minutos de vida contentos, que nuestra obra y que nuestros hijos juntos. Ridículo como tener la sensación de que cada palabra de protesta aumenta la órbita de la estupidez, reproduce el ejercicio vano, ayuda a la torpeza inédita ¡Ridículo como entender que últimamente cada gesto desesperado es una inyección que inocula con fatalidad de mar salado, silencio, muerte o una escapada al loquero!
Calma, chiquilín: la felicidad se guareció de nuestra era electrónica.
Trama en la muerte
Crónica de una locura que empezó hace un tiempo y terminó ayer. Un día como cualquier otro me había levantado especialmente energético y con un humor que cualquier trabajador envidiaría un lunes a las siete de la mañana. El cielo era una larga sábana de humo, pero ese inconveniente -al no sentir los remordimientos del ecologista- me importaba poco y nada; por dentro pensaba "qué linda es la vida ¡y la mañana, y la música!". Sentía el cuerpo vitalizado como si tuviese doce años; y para llevarle la contra a tan mal clima, la cabeza despejada me prometía una jornada cargada de pensamientos luminosos. Desayuné unas uvas, café con leche, jugo de naranja y unas tostadas, según es mi costumbre cuando no tengo apuros -y generalmente no los tengo. Salí a caminar unas cuadras para ganar la vida de la mañana y volví a mi casa contento como un bailarín descalzo. Armé un tabaco y hojeé el diario, imprimiéndole a mi mente la primera estupidez del día. Pensé: "Tengo que dejar de hacer esto; informarse así solo trae paranoia y pensamientos de oficinista. Lo único que lográs es hacer algunos chistes durante el día o aumentar la conversación en la mesa. Pero qué me importa el PBI brasilero o ese conflicto entre los gremios, ese juez con un anillo desgraciado o las nominaciones a los Oscar ¡Qué cosa horrenda!" y no pudiendo parar el encabalgamiento miserable generado por cronistas cegadores, seguía: "Consumir este tipo de actualidad es una forma más dilatada de contraer algún tipo de enfermedad cancerígena o psiquiátrica; es peor que fumar un atado de cigarrillos al día o sufrir de insomnio. Y hay libros escritos hace trescientos años que tienen más relación con la vida que estos panfletos del mal gusto multiplicados día a día como si fueran estimable panacea." No es difícil notar que a esa altura mi humor ya estaba tambaleando. Siempre me critico ser altamente susceptible, y también el hecho de encontrarme de repente hablando solo frente al espejo o tener esa costumbre de sentarme en un sillón a discutir frenéticamente y cara a cara con la proyección de mi desconfianza cuando algo me molesta, pero a veces logro evadirme; y -sin haber tomado ninguna pastillita- al rato el malestar se me había pasado.
Pero para el que está despierto y el que está dormido, no hay día que venga ausente de sorpresa: sentí que me habían pegado una cachetada en la nuca cuando revisé mi casilla de correo y leí un mensaje en el que me amenazaban de muerte. No parecía una cadena y hasta confieso que el mail estaba escrito con un estilo que no me fue desagradable. El miedo profundo al que sería natural sucumbir en tal circunstancia no me ganó la conciencia, porque razonando con calma de sociólogo a pantalón planchado y anteojos de artesano, noté que bajo ningún punto de vista tengo importancia como para darme el lujo de pensar que alguien podría estar interesado en mi muerte o en que pierda un brazo o una pierna. Me tranquilizó notar que mi secuestro no se canjearía por una suma voluminosa, que mi muerte sería dolorosa para pocas personas y que se transformaría en un episodio cualquiera -eso me hizo un nudo en la garganta y tragué saliva como si pariera a la inversa- de los panfletos que yo aborrecía ¿Pero qué enemigo o grupo asesino podría andar buscándome a mí, un perfeccionista del ocio?
Sin quererlo -mientras meditaba sobre las razones de semejante amenaza sin poder darla del todo por falsa y caminaba con los brazos dándome vueltas alrededor de la cabeza- abandoné voluntariamente el pensamiento moderado por estar ya aburrido de manotear pesados argumentos y fue entonces cuando una idea internacional me ganó la materia pensante "¿Y si hubiera una sociedad secreta encargada de eliminar silenciosamente a los individuos que cuestionan de forma práctica y cotidiana la conversión del hombre en un ser eficiente y modelado? ¿Si existiera un clan dedicado a suprimir por encargo a hombres que se niegan a estar conectados a los placeres cibernéticos? Podría tener algún problemita. ¡Pero de ahí a que vengan a buscarme a mí!" Es cierto que me había perfeccionado en eso de no abusar de la masturbación en línea, que me había cuidado -aunque no siempre- del morbo del facebook y la frecuencia militar del twitter, pero antes que yo, pensé, habría tantos y tantos otros por capturar: hippies convencidos, enfermos de remate, niños africanos ganados por la desnutrición crónica, ancianos que ignoran lo que es un modem o un cable, budas o chinos de la montaña, pastores ucranianos y una larga lista de personajes que sin duda me precederían en una virtual lista de sospechosos anti-evolucionistas. Ademàs, había revisado mis mails por la mañana, lo que demostraba que no era un negacionista ni un aislado, sino que utilizaba la tecnología en la medida que me trajese algún placer inmediato o beneficio futuro, cosa altamente recomendada por los psicólogos y los ingenieros industriales. Sobre el posible asesinato de mi persona: me tranquilizó saber que no tenía deudas con nadie. Y por ahora no había estafado a ninguna empresa. Llamé a una oficina del estado y pregunté si me perseguían por algún tema fiscal. Nada. La idea de una mujer desesperada queriendo matarme porque no soportaba más que yo esté en el mundo sin enamorarme de ella me pareció fabulosa, por lo irreal. La de que ese ser fuese un hombre me pareció menos ridícula, pero lejana ¿Che... y si estuvieran anestesiando a todos?
Aprender a navegar en la web requiere de una paciencia similar a la que se necesita para saber recorrer una ciudad. Solo así se logran vislumbrar sus cosas ocultas o su vida plena. El que aprendió a caminar una ciudad, sabe como hacerlo para siempre, esté en La Paz, Birmania o Nueva York. Hay que saber perderse, acostumbrarse a no ir siempre por la misma ruta, tener la voluntad de hacerle caso a un imprevisto, perder el miedo entrenando las piernas vagabundas, evitar las multinacionales, tener cierta técnica para no convertirse en un muñeco de guías predeterminadas, disfrutar descubriendo. Yo estaba más o menos al tanto de ese arte y busqué en la ciudad de la Internet el sobrenombre de la persona que me había enviado el mail, pero sin éxito. Desestimé Google porque solo tiene acceso al 0.03% de la información que hay en la red -por más que a vos te parezca ridículo, ellos mismos aceptaron hace rato este hecho crítico. Hay otras formas, aunque un poco más complejas, de realizar una búsqueda sofisticada por el cibermundo. Sin obtener resultados, pensé en que podría necesitar la ayuda de algún experto en esos asuntos, quien con su erudición y capacidad de zorro eliminase mis dudas más que nunca existenciales. Llamar a un abogado me parecía un escándalo -aunque amigo de la familia, seguramente me propondría que un juez emita una sentencia por la cual la comisaría nº tanto se tuviera que hacer cargo de mi seguridad, cosa que me pareció todavía más peligrosa. (Salvo el de enfermera, nunca me gustaron los uniformes).
En su "Ensayo sobre el Suicidio Mental", Arturo Paniagua -intelectual preclaro en las artes peronistas, médico nacional y popular que ocupa linda cúpula y matufia- dice con prosa salpimentada: "El umbral del dolor que puede soportar un humano es, según los experimentos más sofisticados en la materia, único e irrepetible. En casos menores y para exponer ejemplo al no mentado: no hay dos hombres que soporten la misma cantidad de milésimas de segundos la fija exposición a una llamarada sobre su dedo índice; no hay dos mujeres -por más cortesanas que hayan sido en esta o en vidas pasadas- cuyos límites de tolerancia del diámetro peniano sean compartidos. Hasta ahí en lo cotidiano; pero en casos más graves e intensos, cuando ese umbral -ubicado en una porción marginal de la corteza cerebral que los estudiosos han dado en llamar con gracia jamaiquina circunvolución del cíngulo- es rasgado física o mentalmente, el ser perece." Y más adelante, filosofando, Paniagua inmortaliza: "Hay un momento específico durante el cual el ser humano percibe que su vida corre un peligro inmarcesible y, aunque sean fuerzas externas las que en realidad lo acechan, hay sin embargo otras fantasmagorías de orden interno que crecen a lo largo del cerebelo alcanzando el epigastrio y se convierten en más dañosas que las primeras. La psique toma entonces la forma de una urna funeraria, anticipando el sentido final del desastre; la actividad eléctrica neurótica modifica el tamaño de los pezones y aumenta el caudal de baba en la boca; toda idea feliz se pasea en fúnebre coche desgastando la fisonomía del individuo antes radioso y todo momento agradable y calmo se transforma, por una variación en la recepción consciente del placer, en un episodio intensamente horrendo. Cualquier individuo golpeado por este monstruo moderno no tarda en sucumbir en la japonesa tromba del suicidio."
Esa mañana hice mal en leer tanto chamuyo. Pero yo dije: "Si alguien quiere asesinarme, mejor me mato yo mismo." Pero esa idea no duró mucho tiempo porque no tengo sentido del honor oriental y porque me gusta mucho el vino estacionado como para cambiarlo por el eterno polvo o el cajón cerrado.
Pero para el que está despierto y el que está dormido, no hay día que venga ausente de sorpresa: sentí que me habían pegado una cachetada en la nuca cuando revisé mi casilla de correo y leí un mensaje en el que me amenazaban de muerte. No parecía una cadena y hasta confieso que el mail estaba escrito con un estilo que no me fue desagradable. El miedo profundo al que sería natural sucumbir en tal circunstancia no me ganó la conciencia, porque razonando con calma de sociólogo a pantalón planchado y anteojos de artesano, noté que bajo ningún punto de vista tengo importancia como para darme el lujo de pensar que alguien podría estar interesado en mi muerte o en que pierda un brazo o una pierna. Me tranquilizó notar que mi secuestro no se canjearía por una suma voluminosa, que mi muerte sería dolorosa para pocas personas y que se transformaría en un episodio cualquiera -eso me hizo un nudo en la garganta y tragué saliva como si pariera a la inversa- de los panfletos que yo aborrecía ¿Pero qué enemigo o grupo asesino podría andar buscándome a mí, un perfeccionista del ocio?
Sin quererlo -mientras meditaba sobre las razones de semejante amenaza sin poder darla del todo por falsa y caminaba con los brazos dándome vueltas alrededor de la cabeza- abandoné voluntariamente el pensamiento moderado por estar ya aburrido de manotear pesados argumentos y fue entonces cuando una idea internacional me ganó la materia pensante "¿Y si hubiera una sociedad secreta encargada de eliminar silenciosamente a los individuos que cuestionan de forma práctica y cotidiana la conversión del hombre en un ser eficiente y modelado? ¿Si existiera un clan dedicado a suprimir por encargo a hombres que se niegan a estar conectados a los placeres cibernéticos? Podría tener algún problemita. ¡Pero de ahí a que vengan a buscarme a mí!" Es cierto que me había perfeccionado en eso de no abusar de la masturbación en línea, que me había cuidado -aunque no siempre- del morbo del facebook y la frecuencia militar del twitter, pero antes que yo, pensé, habría tantos y tantos otros por capturar: hippies convencidos, enfermos de remate, niños africanos ganados por la desnutrición crónica, ancianos que ignoran lo que es un modem o un cable, budas o chinos de la montaña, pastores ucranianos y una larga lista de personajes que sin duda me precederían en una virtual lista de sospechosos anti-evolucionistas. Ademàs, había revisado mis mails por la mañana, lo que demostraba que no era un negacionista ni un aislado, sino que utilizaba la tecnología en la medida que me trajese algún placer inmediato o beneficio futuro, cosa altamente recomendada por los psicólogos y los ingenieros industriales. Sobre el posible asesinato de mi persona: me tranquilizó saber que no tenía deudas con nadie. Y por ahora no había estafado a ninguna empresa. Llamé a una oficina del estado y pregunté si me perseguían por algún tema fiscal. Nada. La idea de una mujer desesperada queriendo matarme porque no soportaba más que yo esté en el mundo sin enamorarme de ella me pareció fabulosa, por lo irreal. La de que ese ser fuese un hombre me pareció menos ridícula, pero lejana ¿Che... y si estuvieran anestesiando a todos?
Aprender a navegar en la web requiere de una paciencia similar a la que se necesita para saber recorrer una ciudad. Solo así se logran vislumbrar sus cosas ocultas o su vida plena. El que aprendió a caminar una ciudad, sabe como hacerlo para siempre, esté en La Paz, Birmania o Nueva York. Hay que saber perderse, acostumbrarse a no ir siempre por la misma ruta, tener la voluntad de hacerle caso a un imprevisto, perder el miedo entrenando las piernas vagabundas, evitar las multinacionales, tener cierta técnica para no convertirse en un muñeco de guías predeterminadas, disfrutar descubriendo. Yo estaba más o menos al tanto de ese arte y busqué en la ciudad de la Internet el sobrenombre de la persona que me había enviado el mail, pero sin éxito. Desestimé Google porque solo tiene acceso al 0.03% de la información que hay en la red -por más que a vos te parezca ridículo, ellos mismos aceptaron hace rato este hecho crítico. Hay otras formas, aunque un poco más complejas, de realizar una búsqueda sofisticada por el cibermundo. Sin obtener resultados, pensé en que podría necesitar la ayuda de algún experto en esos asuntos, quien con su erudición y capacidad de zorro eliminase mis dudas más que nunca existenciales. Llamar a un abogado me parecía un escándalo -aunque amigo de la familia, seguramente me propondría que un juez emita una sentencia por la cual la comisaría nº tanto se tuviera que hacer cargo de mi seguridad, cosa que me pareció todavía más peligrosa. (Salvo el de enfermera, nunca me gustaron los uniformes).
En su "Ensayo sobre el Suicidio Mental", Arturo Paniagua -intelectual preclaro en las artes peronistas, médico nacional y popular que ocupa linda cúpula y matufia- dice con prosa salpimentada: "El umbral del dolor que puede soportar un humano es, según los experimentos más sofisticados en la materia, único e irrepetible. En casos menores y para exponer ejemplo al no mentado: no hay dos hombres que soporten la misma cantidad de milésimas de segundos la fija exposición a una llamarada sobre su dedo índice; no hay dos mujeres -por más cortesanas que hayan sido en esta o en vidas pasadas- cuyos límites de tolerancia del diámetro peniano sean compartidos. Hasta ahí en lo cotidiano; pero en casos más graves e intensos, cuando ese umbral -ubicado en una porción marginal de la corteza cerebral que los estudiosos han dado en llamar con gracia jamaiquina circunvolución del cíngulo- es rasgado física o mentalmente, el ser perece." Y más adelante, filosofando, Paniagua inmortaliza: "Hay un momento específico durante el cual el ser humano percibe que su vida corre un peligro inmarcesible y, aunque sean fuerzas externas las que en realidad lo acechan, hay sin embargo otras fantasmagorías de orden interno que crecen a lo largo del cerebelo alcanzando el epigastrio y se convierten en más dañosas que las primeras. La psique toma entonces la forma de una urna funeraria, anticipando el sentido final del desastre; la actividad eléctrica neurótica modifica el tamaño de los pezones y aumenta el caudal de baba en la boca; toda idea feliz se pasea en fúnebre coche desgastando la fisonomía del individuo antes radioso y todo momento agradable y calmo se transforma, por una variación en la recepción consciente del placer, en un episodio intensamente horrendo. Cualquier individuo golpeado por este monstruo moderno no tarda en sucumbir en la japonesa tromba del suicidio."
Esa mañana hice mal en leer tanto chamuyo. Pero yo dije: "Si alguien quiere asesinarme, mejor me mato yo mismo." Pero esa idea no duró mucho tiempo porque no tengo sentido del honor oriental y porque me gusta mucho el vino estacionado como para cambiarlo por el eterno polvo o el cajón cerrado.
domingo, 22 de enero de 2012
Domingo
Me sacudo la mañana de los hombros; bostezo improvisando, hundo la cara en estos cuencos de agua giratoria. Busco ojos para el nuevo ritmo, pero el diario de hoy huele a nada como estatua ocupando la mitad de la tarde. Leer estas páginas de anuncios y opiniones es un riesgo que corremos todos: riesgo que te deja idiota -ah, pero tan despacio.
Un payaso de la radio consume la frecuencia que podría ocupar un artista.
Internet es saqueada por hombres y mujeres que crecieron de noche chupándole las tetas a la tele - fórmula de una mano acariciando el sexo, la otra el control remoto.
Paisaje de la mesa moderna: familia comunica, gracia prestada de todo chat y emoticones, sus deseos sus temores ¡Año nuevo, vigilante! Sonrisas para la foto que inmortaliza la decadencia de la sonrisa. Una mujer busca a un hombre que está en el cuarto de al lado, caldeando una aventura: hoy toda confianza se vende en tienda de anticuarios.
Mediodía que te sorprende a la sombra, entre carteles que repiten la cara efigie sobre la ciudad de caravanas. Secuencia de imágenes que promete un sueño bruto. De tanto merendar veo fascismo hasta en el pote de dulce de leche ¡Mamá qué mente podrida!
En alta fiesta desfile de máscaras incómodas, cuerpos nerviosos sacrificados al dios de mando nuestras modas ¿Yo, mascarita? Ganas de partir lejos, y otra vez descanso.
Un payaso de la radio consume la frecuencia que podría ocupar un artista.
Internet es saqueada por hombres y mujeres que crecieron de noche chupándole las tetas a la tele - fórmula de una mano acariciando el sexo, la otra el control remoto.
Paisaje de la mesa moderna: familia comunica, gracia prestada de todo chat y emoticones, sus deseos sus temores ¡Año nuevo, vigilante! Sonrisas para la foto que inmortaliza la decadencia de la sonrisa. Una mujer busca a un hombre que está en el cuarto de al lado, caldeando una aventura: hoy toda confianza se vende en tienda de anticuarios.
Mediodía que te sorprende a la sombra, entre carteles que repiten la cara efigie sobre la ciudad de caravanas. Secuencia de imágenes que promete un sueño bruto. De tanto merendar veo fascismo hasta en el pote de dulce de leche ¡Mamá qué mente podrida!
En alta fiesta desfile de máscaras incómodas, cuerpos nerviosos sacrificados al dios de mando nuestras modas ¿Yo, mascarita? Ganas de partir lejos, y otra vez descanso.
sábado, 21 de enero de 2012
Ab urbe condita
Hay un estafador que roba solo para perfeccionarse.
Hay un par de hermanitos persiguiéndose; agotan con sudor la hora ingenua.
Hay un guardián celoso en la puerta de la ciudad. Su voz de trueno repite: "Por acá vos no pasás."
Hay un juez señalando una ley antigua; sus aprendices orgullosos ejecutan la sentencia.
Hay una pareja iniciándose bajo el amparo de un árbol de quinientos años.
Hay un profesor que está enojado; sus alumnos se dispersan en la risa.
Hay una puta que se ofrece para dañar placeres.
Hay un padre cansado; su brazo cuida el caliente pan del armisticio.
Hay un loco gritando en una plaza; borrachos que lo insultan, borrachos que lo cuidan.
No hay la misma noche, no hay el mismo día.
Hay la humedad ganando un templo.
Hay una madre amamantando el fruto de sus entrañas.
Hay un río de los muertos y un río de los vivos. El vigilante del cementerio y la partera comparten cama.
Hay animales masacrados lentamente. Hay plantas consumidas por el fuego.
Hay un plato del que sale humito; hay una copa de vino a punto de derramarse.
Hay actores ensayando una tragedia.
Hay pintores esbozando a otros pintores.
Hay artesanos fabricando raros divertimentos.
Hay mujeres perfumadas y hombres transpirados.
Hay vendedores ambulantes Viandantes del Camino.
Hay viajeros que llegan para avisarte que
Hay un santo fumando en la terraza.
Hay la hora de la siesta y la hora loca.
Hay un filósofo en combate con los cielos.
Hay una boca que se está secando.
Hay un arquitecto especialista en puentes.
Hay un cuerpo meditando entre los ríos; su fe amaestrada es la correa que no vemos.
Pero así como hay agua estancada, hay agua que fluye.
Hay un médico curándose a sí mismo.
Hay rostros braseados y rostros hundidos en la sombra.
Hay una madre seleccionando fruta podrida.
Hay un comerciante que vuelve a casa con los bolsillos cargados.
Hay un pescador que vaga disconforme.
Hay un palacio y una choza de barro.
Hay dos bufones sobre la silla de un ministro.
En la misma esquina se cruzan
Un niño mendigando besos, una chiquita que perdió a su hermano.
Hay un mentiroso disertando sobre un púlpito; su mudo auditorio ignora la duda.
Hay un anciano que sufre el frío; su mujer cuida la armonía del jardín mientras ambos despiden la última tarde.
Hay un músico que camina espiando el horizonte.
Siempre hay un soñador a punto de ser despertado.
Hay la ciudad eterna como las costumbres.
Hay un par de hermanitos persiguiéndose; agotan con sudor la hora ingenua.
Hay un guardián celoso en la puerta de la ciudad. Su voz de trueno repite: "Por acá vos no pasás."
Hay un juez señalando una ley antigua; sus aprendices orgullosos ejecutan la sentencia.
Hay una pareja iniciándose bajo el amparo de un árbol de quinientos años.
Hay un profesor que está enojado; sus alumnos se dispersan en la risa.
Hay una puta que se ofrece para dañar placeres.
Hay un padre cansado; su brazo cuida el caliente pan del armisticio.
Hay un loco gritando en una plaza; borrachos que lo insultan, borrachos que lo cuidan.
No hay la misma noche, no hay el mismo día.
Hay la humedad ganando un templo.
Hay una madre amamantando el fruto de sus entrañas.
Hay un río de los muertos y un río de los vivos. El vigilante del cementerio y la partera comparten cama.
Hay animales masacrados lentamente. Hay plantas consumidas por el fuego.
Hay un plato del que sale humito; hay una copa de vino a punto de derramarse.
Hay actores ensayando una tragedia.
Hay pintores esbozando a otros pintores.
Hay artesanos fabricando raros divertimentos.
Hay mujeres perfumadas y hombres transpirados.
Hay vendedores ambulantes Viandantes del Camino.
Hay viajeros que llegan para avisarte que
Hay un santo fumando en la terraza.
Hay la hora de la siesta y la hora loca.
Hay un filósofo en combate con los cielos.
Hay una boca que se está secando.
Hay un arquitecto especialista en puentes.
Hay un cuerpo meditando entre los ríos; su fe amaestrada es la correa que no vemos.
Pero así como hay agua estancada, hay agua que fluye.
Hay un médico curándose a sí mismo.
Hay rostros braseados y rostros hundidos en la sombra.
Hay una madre seleccionando fruta podrida.
Hay un comerciante que vuelve a casa con los bolsillos cargados.
Hay un pescador que vaga disconforme.
Hay un palacio y una choza de barro.
Hay dos bufones sobre la silla de un ministro.
En la misma esquina se cruzan
Un niño mendigando besos, una chiquita que perdió a su hermano.
Hay un mentiroso disertando sobre un púlpito; su mudo auditorio ignora la duda.
Hay un anciano que sufre el frío; su mujer cuida la armonía del jardín mientras ambos despiden la última tarde.
Hay un músico que camina espiando el horizonte.
Siempre hay un soñador a punto de ser despertado.
Hay la ciudad eterna como las costumbres.
viernes, 20 de enero de 2012
Ensayo
Esta es la historia de un hombre tan pero tan vanguardista que logró, casi sin quererlo, abandonar el pensamiento. Esa condición proyecta la historia del futuro; sin pretenderlo adelanta a los filósofos y a los gurúes.
Lo conocí hace no mucho tiempo. Es una persona soluble pero bien conservada. Imposible mantener una conversación con él. Tiene los ojos en otra parte y se dedica a la masturbación, al simple estar y a silbar como un pájaro. Su mujer lo alimenta sin recibir ni pedir nada a cambio, por puro placer de la costumbre. Ver cuánto y cómo lo quiere es casi esperanzador. Pensarán que sufre de autismo, pero el tipo es director de cine y si abre los ojos lo hace sólo cuando tiene la confianza de ver el mundo a través de una cámara. Su última película fue un éxito. El argumento es complicado; parece ridículo decirlo pero no hay un guión definido, y los actores, si es que se te escapa llamarlos así, podrían no estar enterados que aparecieron en un film delicado. El grupo de amigos que lo rodea -amigos que lo conocen desde esa época tan nefasta en que pensaba y peroraba con encabalgamientos y razonamientos hipotéticos- ignora que es reconocido en algunos países del extranjero. Su esposa logró mediante la más sutil de las estrategias evitar que la crítica se meta en su vida personal. Obviamente este hombre no da entrevistas, siempre se encuentra alguna buena idea para excusarlo de su presencia en tal o cual presentación o seminario. Camina por la mañana y por la tarde, pero sin preguntarse cómo hace un pie para seguir al otro. Tiene memoria, pero no cree en el pasado. Y creo que se mete en la ducha solo para ensuciarse distinto.
¿Quién soy yo para explicar los días de un hombre particular como ninguno? ¿No es un acto violento el mío, razonar la biografía de un erudito que alcanzó el esplendor moderno? ¿No entorpezco y rebajo su vida reduciéndola a un par de líneas? Cuando le expliqué a su esposa que tenía pensado estudiar su caso me dijo que sería tan ridículo como intentar analizar un libro haciendo una película.
Nunca lo vi escribir, pero tengo la sensación de que va a arrancar dentro de poco. Dar su nombre me parece innecesario. No me tomen por un estafador, la historia es real: se puede escribir sin pensar.
Lo conocí hace no mucho tiempo. Es una persona soluble pero bien conservada. Imposible mantener una conversación con él. Tiene los ojos en otra parte y se dedica a la masturbación, al simple estar y a silbar como un pájaro. Su mujer lo alimenta sin recibir ni pedir nada a cambio, por puro placer de la costumbre. Ver cuánto y cómo lo quiere es casi esperanzador. Pensarán que sufre de autismo, pero el tipo es director de cine y si abre los ojos lo hace sólo cuando tiene la confianza de ver el mundo a través de una cámara. Su última película fue un éxito. El argumento es complicado; parece ridículo decirlo pero no hay un guión definido, y los actores, si es que se te escapa llamarlos así, podrían no estar enterados que aparecieron en un film delicado. El grupo de amigos que lo rodea -amigos que lo conocen desde esa época tan nefasta en que pensaba y peroraba con encabalgamientos y razonamientos hipotéticos- ignora que es reconocido en algunos países del extranjero. Su esposa logró mediante la más sutil de las estrategias evitar que la crítica se meta en su vida personal. Obviamente este hombre no da entrevistas, siempre se encuentra alguna buena idea para excusarlo de su presencia en tal o cual presentación o seminario. Camina por la mañana y por la tarde, pero sin preguntarse cómo hace un pie para seguir al otro. Tiene memoria, pero no cree en el pasado. Y creo que se mete en la ducha solo para ensuciarse distinto.
¿Quién soy yo para explicar los días de un hombre particular como ninguno? ¿No es un acto violento el mío, razonar la biografía de un erudito que alcanzó el esplendor moderno? ¿No entorpezco y rebajo su vida reduciéndola a un par de líneas? Cuando le expliqué a su esposa que tenía pensado estudiar su caso me dijo que sería tan ridículo como intentar analizar un libro haciendo una película.
Nunca lo vi escribir, pero tengo la sensación de que va a arrancar dentro de poco. Dar su nombre me parece innecesario. No me tomen por un estafador, la historia es real: se puede escribir sin pensar.
miércoles, 18 de enero de 2012
Algunas ideas sobre el cambio en la era informática
Los procesos de transformación en los modos de comunicarse se aceleraron, pero no hacen más que repetir antiguas relaciones.
Los modos de combatir la distribución de información pueden ser eternos; los modos de escabullirse, filtrar, evadir, combatir y compartir, serán también eternos. La imaginación siempre fue más poderosa que un conjunto de leyes.
A tener en cuenta: los que tienen el poder de censurar en la web son personas egresadas de universidades o personajes con puestos públicos elevados. Su tarea es restringir con un móvil económico. La excusa de proteger a los autores es en realidad la tentación de querer perpetuar a las productoras y las distruibidoras, es decir, a los intermediarios de bienes culturales, el sector más interesado en ganar rápido esta batalla.
Compartir es un deseo altamente humano y no hay ley que pueda frenar esa felicidad.
Anteriormente la copia o la distribución eran casos penados civilmente, actualmente se quiere hacer pasar como un hecho criminal.
Pueden demandar a un individuo, pueden demandar a una empresa o pueden demandar a una colectivo, pero no van a poder demandar ni frenar el deseo de compartir.
Pueden crear leyes aún más estrictas, pueden modificar los códigos penales, pueden amenazar con cárcel a los que multiplican la cultura, pero no van a lograr anestesiar el cambio.
El copyright nace con la Ilustración y el privilegio que el Estado otorgò a cierto autor de publicar tal obra bajo su nombre y recibir beneficios por ello. El copyright muere cuando las tecnologías permiten copiar gratuitamente un bien cultural para poder reproducirlo o transformarlo libremente. El copyright vive del límite. El anticopyright promueve la proliferación y el cambio.
En la Edad Media algunos libros eran encadenados y guardianes y altos muros los vigilaban.
Los escribas copiaban libros que eran celosamente guardados. Lectores ansiaban las publicaciones como ahora se ansía ver una serie o una película. (Qué publicacies, qué series o qué películas es una discusión que es todavía mucho más delicada.)
Pero hoy, esas cadenas que antes inmovilizaban libros como símobolo de poder, son invisibles: existen en las leyes que certifican derechos de autor y restringen contenidos. El estado legal encubre con apariencia intelectual un hecho altamente violento. El poder está en los bienes cultural y en personas que los manejen bajo nuevas formas de producción, poniendo en jaque el funcionamiento del sistema tal como lo conocíamos hasta hace unos años.
Hacia 1500, tiempito después a la invención de la imprenta, un viajero llegó a París queriendo vender unas trescientas biblias. Los franceses, al no estar enterados de la capacidad de copia exacta y ver que los volúmenes eran iguales, lo acusaron de magia negra. En este sentido, la copia es obra del Mal.
La invención de la videograbadora fue para los magnates de Hollywood un hecho reprensible.
El primer reproductor portátil de mp3 fue recibido con un juicio.
El bien y el mal ya no son la tierra o el cielo; viven plenamente en los dictados de una justicia o una moral.
Internet se creó con la premisa de compartir. Una de las primeras redes importantes en la década del 70 unía a científicos de todo el mundo que, al alojar sus estudios en una plataforma virtual, los compartían con todo aquel que pudiera acceder.
Una película de 100 millones de dólares puede ser copiada hoy por menos de 50 centavos.
Una vez que un archivo fue subido a la red, es muy difícil controlarlo.
La red tiene, en potencia, forma anárquica -no hay una computadora que tenga mayor capacidad de regulación que otra, no hay un usuario que regule los modos de compartir. Estas condiciones son posibles pero no necesarias; actualmente existen jerarquías marcadas.
La radio, los diarios, las películas, la televisión, tienen en su núcleo la condición de un emisor mucho más poderoso que el receptor, porque no hay diálogo posible entre ellos o esa conversación está altamente filtrada. Es un escenario parecido a este: un profesor de voz gruesa y vestimenta respetable, domina su clase con discursos herméticos; es él quien decide el momento en el cual los alumnos -palabra que significa sin luz- hablan o se callan. Pero la condición para que haya una clase es que se haya predeterminado un nivel de importancia en el discurso. Geométricamente esto se puede explicar con la forma del embudo o en términos de instrumentales la forma del megáfono. En internet, el antiguo alumno o consumidor puede ser también productor. Todo humano podría ser un artista, y no un ser pasivo. Ese intercambio no tiene que ser necesariamente un hecho económico.
Compartir es parte del ADN humano; nuestra reproducción depende de un flujo. La supervivencia depende de la ayuda mutua o la felicidad está en los otros.
Este escenario modifica de raíz las técnicas de relación, nos deja al borde de aceptar nuestra capacidad para modificar el mundo y agruparnos en condiciones novedosas. Lo más importante: entre un creador y su público comienza a borronearse la distancia.
martes, 17 de enero de 2012
Bondi
Ya lo dijo tu abuelo: "No hay mejor manera de viajar que convertir nuestras horas de sueño en un caballo con extremidades de alquímico" pero en la ciudad, para moverse de un lado a otro es más aconsejable subirse a un colectivo que dormir una siesta.
Eran las tres de la mañana y yo estaba en una esquina del mundo: Montes de Oca y Suárez, Barracas.
La noche húmeda se montaba en las espaldas de los caminantes como una madre celosa y los postes de luz emitían rayos intermitentes, pintando tajos fugaces en las caras de los paseantes rotos. Un pibe, sentado en la antepuerta de una casa y chupando una gaseosa, hablaba solo. Un ancianito cuyos lentes parecían cristales de telescopio esperaba el bondi encorvado como una banana, paciente como un roble; una mujer con cara de iguana, vestida para provocar la excitación de cualquier narcotraficante, en lucha espartana con su propio nerviosismo, caminaba de un lado a otro puteando con todo el cuerpo y no sé porque pero parecía a punto de hundirse entre el asfalto. Los autos que pasaban rayaban la avenida a velocidades camaleónicas. En la otra vereda un policía hacía su guardia nocturna manejando una bicicleta roja; no era otra cosa sino un silbato lo que llevaba entre los huevos, y su gorra de oficial le comprimía las circunvoluciones cerebrales, haciendo que su cara ganase en paranoia. De repente se bajó de la bici y se puso a charlar con un tipo gordo que parecía cualquier cosa menos inocente. "Qué noche" -pensé-, "estoy rodeado de tremendos personajes."
La luna vigilaba esta esquina loca con el cuarto de su potencia. El paisaje era el de un doldrum sublime y el clima invitaba a las reparaciones del sueño, pero mis ojos tenían el radio de dos lagunas y todavía estaba lejos de casa.
Antes de que pudiera enfriarme el disfraz de fastidioso, vino el colectivo - que vendría a ser en la ciudad algo así como el elefante, el pulenta de la selva- con su particular fanfarria de luces, orquesta motorizada, líquido de frenos al borde del default y un chofer altamente viperino. En los asientos no había otra cosa que la suciedad dejada por antiguos pasajeros y para quien pudiera verlas, la sombra de algunas viejas historias.
"1,20 por favor"
"¿Adònde vas?"
"Hasta Scalabrini Ortiz"
Y con la amabilidad que uno espera de cualquier trabajador nocturno, me dijo -mirándome por el espejito del que colgaba un horrendo juguete de Boca: "Es 1,25, flaco. Si querés pagar 1.20 te bajás en Constitución."
"1.25 por favor."
Para impacientarlo un poco y hacerle notar que la más leve acidez a mi piel la perturba, puse las monedas con lentitud de monje.
sentado al fondo una butaca de falso cuero la vida que se te escapa y de repente semáforo en verde y la sensación te come y el vértigo te nace en un punto inasible del cuerpo que no es la cabeza ni el pecho sino esa conciencia del tiempo en cada mito de los músculos, el motor que se te funde en los huesos y la cabeza que golpea de repente la ventana. Placer de la frente contra el frescor del vidrio, alivio del viento sobre un sudor que no termina de formarse, ronroneo de una ciudad nunca en entretiempo,
En la parada de Constitución se subieron (lo dispongo como se hacía en los trabajos prácticos de la secundaria):
a) Un travesti acompañado de otro travesti, fórmula que no da dos travestis, sino dos personas que se acompañan a casa después del trabajo. Riendo, con ropa de carnaval, chamuyaron al chofer y pasaron gratis.
b) Un moreno más morocho que la última noche; los dientes de marfil de africano y argentino, paso lento amagando la estampida, brazos de boxeador manos de leche, auricular en una oreja y remera adidas pegada al cuerpo. Un maletín me hizo suponer que era vendedor ambulante.
c) Un idiota
d) Una abuela y su nieto o una madre y su hijo o una loba y su presa, o qué se yo viejo ya es tan tarde.
Lo bueno de ver subir a personas raras como amuletos es que la imaginación se erecta, fecunda el misterio, poliniza el desorden en este templo nuestro cerebro. Para el curioso, la vida en la ciudad siempre tiene algún encanto. No me gustan las frases totales pero en Buenos Aires no dejo de comprobar que mientras más miserable es la vestimenta de una persona, más expresión hay en el rostro, más dicen las arrugas arriba de la frente, más cuenta la boca cerrada como un cofre; que donde hay dolor hay siempre una historia, que el dolor transforma visiblemente al cuerpo y que me gustaría tener la técnica para descifrar toda esa carga.
Me bajé una parada después de Scalabrini y agarré la calle Malabia. Y mientras caminaba de vuelta a casa me asaltó una felicidad enorme, un cambio en la disposición del ánimo que te convierte de repente en un santo o en un niño, momentos raros que te hacen pensar que la propia vida es el único y suficiente regalo, que estar en movimiento es mucho más que un milagro. Vi la pendiente que dibujaba la calle, la luz templando el ámbito cerrado de la noche como un sueño, los árboles ensayando sin saberlo un paraguas hermoso y me vi también caminando por ahí en secuencias interminables, como un artista que repasa y repasa sobre el lienzo una misma línea que pareciera después de todo agotarse en otro cuadro. Abrí la puerta y vi un pasillo. Me acordé de las palabras que él me decía: "Para conocer una ciudad tenés que mirar siempre hacia arriba y atravesar todas las puertas que encontrés abiertas." Loco ¡es mambo de no acabar nunca!
Eran las tres de la mañana y yo estaba en una esquina del mundo: Montes de Oca y Suárez, Barracas.
La noche húmeda se montaba en las espaldas de los caminantes como una madre celosa y los postes de luz emitían rayos intermitentes, pintando tajos fugaces en las caras de los paseantes rotos. Un pibe, sentado en la antepuerta de una casa y chupando una gaseosa, hablaba solo. Un ancianito cuyos lentes parecían cristales de telescopio esperaba el bondi encorvado como una banana, paciente como un roble; una mujer con cara de iguana, vestida para provocar la excitación de cualquier narcotraficante, en lucha espartana con su propio nerviosismo, caminaba de un lado a otro puteando con todo el cuerpo y no sé porque pero parecía a punto de hundirse entre el asfalto. Los autos que pasaban rayaban la avenida a velocidades camaleónicas. En la otra vereda un policía hacía su guardia nocturna manejando una bicicleta roja; no era otra cosa sino un silbato lo que llevaba entre los huevos, y su gorra de oficial le comprimía las circunvoluciones cerebrales, haciendo que su cara ganase en paranoia. De repente se bajó de la bici y se puso a charlar con un tipo gordo que parecía cualquier cosa menos inocente. "Qué noche" -pensé-, "estoy rodeado de tremendos personajes."
La luna vigilaba esta esquina loca con el cuarto de su potencia. El paisaje era el de un doldrum sublime y el clima invitaba a las reparaciones del sueño, pero mis ojos tenían el radio de dos lagunas y todavía estaba lejos de casa.
Antes de que pudiera enfriarme el disfraz de fastidioso, vino el colectivo - que vendría a ser en la ciudad algo así como el elefante, el pulenta de la selva- con su particular fanfarria de luces, orquesta motorizada, líquido de frenos al borde del default y un chofer altamente viperino. En los asientos no había otra cosa que la suciedad dejada por antiguos pasajeros y para quien pudiera verlas, la sombra de algunas viejas historias.
"1,20 por favor"
"¿Adònde vas?"
"Hasta Scalabrini Ortiz"
Y con la amabilidad que uno espera de cualquier trabajador nocturno, me dijo -mirándome por el espejito del que colgaba un horrendo juguete de Boca: "Es 1,25, flaco. Si querés pagar 1.20 te bajás en Constitución."
"1.25 por favor."
Para impacientarlo un poco y hacerle notar que la más leve acidez a mi piel la perturba, puse las monedas con lentitud de monje.
sentado al fondo una butaca de falso cuero la vida que se te escapa y de repente semáforo en verde y la sensación te come y el vértigo te nace en un punto inasible del cuerpo que no es la cabeza ni el pecho sino esa conciencia del tiempo en cada mito de los músculos, el motor que se te funde en los huesos y la cabeza que golpea de repente la ventana. Placer de la frente contra el frescor del vidrio, alivio del viento sobre un sudor que no termina de formarse, ronroneo de una ciudad nunca en entretiempo,
En la parada de Constitución se subieron (lo dispongo como se hacía en los trabajos prácticos de la secundaria):
a) Un travesti acompañado de otro travesti, fórmula que no da dos travestis, sino dos personas que se acompañan a casa después del trabajo. Riendo, con ropa de carnaval, chamuyaron al chofer y pasaron gratis.
b) Un moreno más morocho que la última noche; los dientes de marfil de africano y argentino, paso lento amagando la estampida, brazos de boxeador manos de leche, auricular en una oreja y remera adidas pegada al cuerpo. Un maletín me hizo suponer que era vendedor ambulante.
c) Un idiota
d) Una abuela y su nieto o una madre y su hijo o una loba y su presa, o qué se yo viejo ya es tan tarde.
Lo bueno de ver subir a personas raras como amuletos es que la imaginación se erecta, fecunda el misterio, poliniza el desorden en este templo nuestro cerebro. Para el curioso, la vida en la ciudad siempre tiene algún encanto. No me gustan las frases totales pero en Buenos Aires no dejo de comprobar que mientras más miserable es la vestimenta de una persona, más expresión hay en el rostro, más dicen las arrugas arriba de la frente, más cuenta la boca cerrada como un cofre; que donde hay dolor hay siempre una historia, que el dolor transforma visiblemente al cuerpo y que me gustaría tener la técnica para descifrar toda esa carga.
Me bajé una parada después de Scalabrini y agarré la calle Malabia. Y mientras caminaba de vuelta a casa me asaltó una felicidad enorme, un cambio en la disposición del ánimo que te convierte de repente en un santo o en un niño, momentos raros que te hacen pensar que la propia vida es el único y suficiente regalo, que estar en movimiento es mucho más que un milagro. Vi la pendiente que dibujaba la calle, la luz templando el ámbito cerrado de la noche como un sueño, los árboles ensayando sin saberlo un paraguas hermoso y me vi también caminando por ahí en secuencias interminables, como un artista que repasa y repasa sobre el lienzo una misma línea que pareciera después de todo agotarse en otro cuadro. Abrí la puerta y vi un pasillo. Me acordé de las palabras que él me decía: "Para conocer una ciudad tenés que mirar siempre hacia arriba y atravesar todas las puertas que encontrés abiertas." Loco ¡es mambo de no acabar nunca!
lunes, 16 de enero de 2012
Farsa
Estando
yo en la ciudad siria de Alepo (voz que en árabe significa leche
fresca) mi amigo Abu Abd-Allah
Muhammed el-Gahshigar -mientras caminábamos tomados de la mano por
la terraza de su domo y disfrutábamos de la última hora de la tarde
contemplando el declive de actividades en el zoco- me decía con su
voz fresca: -Los fumadores de hachís están corrompiendo con su
pereza el correcto funcionamiento del mercado, situación
desagradable para comerciantes como yo e incluso para el mismísimo
sultán, quien espera de estos negocios un tributo anual que supera
por diez veces los cien mil dinares de oro. Dedicados a la
ensoñación, esos brutos entorpecen el libre comercio y promueven la
vida quieta bajo el sol augur del Ramadán. Preveo con tristeza que
este año los trescientos eunucos del califa golpearán y derribarán
las puertas de los vendedores de pescado y de piedras preciosas y de
dulces y de telas, saqueando los puestos y apoderándose a la fuerza
de lo convenido entre las partes. Los deudores serán ejecutados en
la plaza pública y serán apedreados hasta que la sangre nos bañe
el rostro, según recomienda el Libro de los Libros. Mi intención es
esperar que el disco de la luna complete su ciclo para poder así
despachar a los ociosos y enviarlos en caravana hacia Bagdad, ciudad
de los delirios. Esa será su salvación y también la nuestra, ¡oh
extranjero! Por otro lado, quisiera que mañana me acompañaras al
hamman,
donde me cité con los altos comerciantes que participarán en esta
empresa. Yo contesté: -Oír es obedecer.
Esa
misma noche Muhammed el-Gahshigar quiso que me desposara con una de
sus esclavas como agradecimiento anticipado por mis futuros
servicios. La oferta me pareció excesiva y además no sabía cómo
iría yo a ayudarlo en semejante obra, pero terminé aceptando. La
muchacha era dulce como el melón, su cuerpo más liviano que una
hoja de primavera y su belleza superaba la de la luna espejada en un
mar de oro. Luego de los rituales que caben en la fórmula llegué a
la habitación donde me recibiría mi nueva esposa. Y al abrir las
dos puertas de la cámara de los placeres, la vi, graciosa como
olvidarse del tiempo, bailando y dando saltitos, envuelta en trajes
delicados, bañada en aceite de argán y perfumada según la usanza
de las mujeres sirias. Después que la hube penetrado con mi zib unas
diez mil veces, entre risas de los dos, pidió más. Excitado y sin
que mi nuevo tesoro lo sospechase, repetí la operación en número
exacto. Ya cansados y mirándonos a los ojos, mientras ella jugaba
con sus pequeñas manos sobre mi pecho desnudo, conversamos. Con
infinito agrado comprobé que conocía los tratados de Astronomía
más complejos y que era adicta a la doctrina de los Siete Sabios.
Como si esto fuera poco, recitaba a los poetas famosos con técnica
insuperable; así sus labios me hicieron olvidar durante una noche
completa los dolores del mundo. El día siguiente no fue menos feliz.
Abrí los ojos y mi esposa ya no estaba, por lo que me levanté
sereno y me dispuse a encontrarme con Abu Abd-Allah en el baño
Yalgamma, salón cuya fama en el mundo árabe es similar a la que
ostenta el Coliseo romano en el mundo Occidental. Desayuné según mi
capricho durante una hora. Después me enteraron que mi amigo había
dado la tarde anterior algunas órdenes precisas a sus esclavos, por
lo que fui escoltado hasta el hamman por quince negros del color de
la más turbia noche y quince mujeres que prefiguraban la dicha del
Paraíso. Entonces yo grité, mientras cruzaba la ciudad montado en
un caballo blanco cubierto de pedrerías sublimes: -¡Oh, Rey del
Tiempo, delicado comerciante, compañero exquisito, que la paz de Alá
y del profeta Mahoma esté con tu persona y que la noche última
nunca gane la gloria de tus ojos fieles!, agradeciendo al cielo de
esta forma exagerada el trato de mi amigo.
Ya
en el hamman,
unos masajistas nos acomodaron. La reunión tenía entre los
presentes a los comerciantes más destacados del zoco, cuyas fortunas
y esclavos juntos no caberían en toda la amable extensión del
territorio griego. Y hablaban todos y discutían en un lenguaje que a
mí me resultaba extraño y cuando ya no sabía de qué estaban
conversando mi amigo Abu Abd-Allah giró hacia mí y dijo con el tono
exacto con el que se da consejo a un mulo: - Irás a la ciudad de
Bagdad, liderando la caravana de los fumadores de hachís. Una vez
que hayas entrado en la ciudad, buscarás al visir del sultán y con
las más suaves y delicadas palabras que consigas extraer de tu
cerebro le dirás que solicitas una audiencia con su dueño. Hecho
esto y concedida la visita, entregarás al sultán esta carta sellada
en nombre mío y de estos caros señores. Si el resultado de tu
embajada es favorable, volverás a Alepo y te recibiremos con honores
y festejos por haber salvado de un mal año nuestra ciudad eterna.
Como recompensa dejaré que te cases con otras dos esclavas que sean
de tu agrado, te daré un palacio que ensombrezca por su gloria al
mío y también te regalaré, ¡oh extranjero! una bolsa con monedas
de oro equivalente al peso de un tigre en edad madura. Y yo contesté,
según la tradición: -Oír es obedecer.
Dos
días más tarde partí hacia Bagdad. La comitiva contaba con
doscientos esclavos a mi mando y el número precioso de tres mil
fumadores de hachís reclutados sin esfuerzo por la guardia civil y
los eunucos del sultán. En la puerta de la ciudad di un discurso que
no voy a referir, aunque sus objetos principales fueron el éxodo y
la felicidad. La distancia hacia Bagdad era de unos mil kilómetros;
calculé que lograríamos hacer el viaje -teniendo en cuenta que los
fumadores iban a pie, solo una minoría iba montada - en el curso de
dos lunas. Consideré prudente llevar conmigo, como seguridad y
compañía durante el viaje, un cofre que me había regalado mi
esposa y que según su consejo debía abrir sólo en momentos de
peligro o de extrema necesidad. Así, iba a todos lados con ese
hermoso cofre tallado en madera india y procuraba esconderlo del
resto de los mortales por considerarlo un tesoro invaluable.
Durante
la primera noche de campaña, para entender a fondo a esos que
estaban bajo mi mando, hice llamar a la tienda a través de un
secretario al más famoso de entre los fumadores de Siria, quien,
según la opinión encontrada de los sabios y los ignorantes –feliz
coincidencia de la cual ya estaba al tanto-, era parte de mi ilustre
caravana. El adicto en cuestión era un hombre maduro, de larga barba
en forma de camaleón, y sus ojos hablaban un idioma sublime que no
se descifraba fácilmente. Arrodillándose y quitándose un turbante
del color de la serpiente, se presentó en mi tienda con estas
palabras machistas (tengo que decir que un traductor hacía de
intermediario entre nuestras ignorancias): -Soy Ibn Al-Kamal. Mi
fuente es el bálsamo constante y mi tierra la ciudad de Alepo, la
mística, donde las mujeres se rinden a la gloria de Alá y los
hombres se ejercitan en la virtud y la constancia.- Mientras con la
mano izquierda acariciaba la pequeña caja que me había regalado mi
esposa, le dije: -Fumador, te hice llamar por mis vasallos en la
quieta noche con el único objetivo de encomendarte mi entrenamiento
en el arte que los tuyos practican hace siglos. Es necesario que
sepas que viajaremos durante sesenta días con sus noches bordeando
primero el lago Thartar y descansando consecutivamente en las
ciudades de Al Bukamal, Subaykhan y Ar Raqqah. Abrevaremos por vez
última en las livianas aguas del Sabkhat Al Jabbul, favoreciendo con
ese néctar de juventud nuestra ansiada entrada en Bagdad. Pero mi
temor es este: ¿tendrán los tuyos suficiente hachís para
abastecerse durante el tiempo que nos lleve la embajada?- Y Al-Kamal,
luego de escuchar la versión de mi mensaje filtrada por el
traductor, respondió: -Cada uno de los fumadores lleva consigo
provisiones para sostenerse durante un año con sus noches.- -¿Es
que no pueden-, pregunté, -abandonar ni un día esa actividad?- Y
Al-Kamal dijo en tono grave: -No es recomendable. Zoroastro, el
sabio, llamaba 'el buen narcótico' a este caramelo que para mi tribu
es sagrado. Cuando se está bajo sus efectos, el tiempo circula en
pliegos de satisfacción, la sangre obtiene su templanza perdida, el
cuerpo se dispone a los placeres locos y la pesadumbre de la vida se
convierte en dicha del presente. El olvido fecunda la mente con su
antigua fórmula y la memoria, esa valija de fuego, escapa aturdida
por lo volátil del milagro. Pero en ocasiones la dicha no es cosa
alegre; aunque sean escasos, existieron, existen y existirán casos
de fumadores perdidos para siempre en la ensoñación giróvaga; sus
ojos devorados por las llamas dejaron de ver y sus corazones mutaron
en piedra y sus cuerpos, saqueados para siempre, abandonaron
lentamente nuestro mundo de circulares días y noches ¡Que así sea
para esas víctimas, porque su estrella y su final estuvo escrito
desde siempre por el sublime, el Soberano de los Tiempos: y quiera
Alá que nunca se agote sobre la tierra el nepente de mi devoción!-
Con esas lúcidas palabras el fumador demostró ser más sensato de
lo que yo creía y ganando así mi confianza, comenzamos en ese mismo
instante mi entrenamiento. Fumamos de su larga pipa, mientras me
hacía repetir con voz de ciervo las palabras
rituales…"AchinacaTulai, AchinacaTulai".
Cuando
desperté me sentía aturdido. Vi que en mi mano derecha, donde antes
estaba la pipa, había una hermosa llama color rubí que
misteriosamente no lastimaba mi piel. A pesar de la belleza de la
llama mi desesperación era grande, ya que en mi cuerpo se había
operado un prodigio sobre el cual no encontraba explicación ni causa
aparente. Aterrado, busqué entre mis pertenencias el cofre que mi
esposa me había regalado, cofre que según sus palabras me salvaría
en el momento indicado de los peligros y los males de este mundo.
Cuando lo encontré mi desolación fue suprema...¡el cofre se había
transformado en un volumen del Timeo
de Platón! Salí de la tienda y comprendí que estaba solo,
abandonado a mi suerte en el centro del desierto. Pasaron los días,
pero antes que la sed me ganara completamente los tejidos me
encontraron unos eunucos horrendos que formaban parte de una caravana
miserable. Los eunucos, a través de un fuego atmosférico, me
arrastraron como a un perro y me tiraron a los pies de su señor,
quien accedió a sacarme del desierto en condición de esclavo. En el zoco de una ciudad famosa por su leprosario me
vendieron al precio de una ganga cualquiera y a partir de ese momento
serví como espectáculo de feria en todos los países árabes por la
llama que hasta hoy continuaba en mi mano izquierda, ardiendo sin
doler. Quince años pasé en la servidumbre y la humillación. Hoy
esa llama siniestra desapareció. (No me parece accesorio aclarar que
escribo esta memoria con la mano derecha.) En mi mano izquierda,
donde antes había huesos, carne y piel, hay un agujero abominable
que es como una ventana a los misterios corporales. Es evidente que
en estas condiciones no resulto de ninguna utilidad para mi actual
amo, quien me acusó de haber apagado la llama de manera voluntaria.
Mi cara ya no tiene su orden natural: es como un pergamino esférico
tajeado por los climas inhóspitos de la zona del Punjab; mi cuerpo
es la aberración de lo que era. Fui liberado, pero ya no quiero ser humano. Mi jornada en la
tierra se agota. Ahora me dispongo a enfilar hacia el desierto, en
donde tengo pensado hundirme para siempre, hasta que mi cara se
convierta en arena y mis huesos sean partículas dispersas que
reflejen la indiferente potencia del sol.
viernes, 13 de enero de 2012
Cruce de razas
Un viejito que caminaba hoy por la calle con bastón, pantalón de gimnasia y camiseta blanca me paró en seco y me dijo con una voz caldeada por la sangre -porque se me había caído una moneda al piso y yo no la había levantado:
" No sé si usted sabe que hay pobres tan pobres que llegan al extremo de ser compadecidos por personas que viven en ranchos donde la malaria es moneda de cambio y el hambre cosa más que frecuente." Y mientras me mostraba la edición del diario de hoy seguía perorando: "Me causa rabia, sí ¡rabia! escuchar periodistas, antropólogos y sociólogos hablar de la 'era cibernética' y 'del amor en los tiempos del facebook' cuando estadísticamente la mitad de las personas de este mundo no usaron siquiera un teléfono y un cuarto de ellas en vez de tener en la cabeza esos problemas virtuales tiene otros inmediatos como la sed. Definitivamente nos están anestesiando. Yo no estoy en contra de la tecnología, no te creas, no pibe." Y el viejito sacó y empezó a bambolear un celular como si con eso diese cierto testimonio. A mi me parecía un loco lindo y lo dejaba seguir: "Mi señora y yo tenemos solo lo indispensable y si no fuese por la costumbre y algunas manías tontas me conformaría con la cama, la mesa y la pavita del mate nomás." Ya con tono cansado -como si ese discurso hubiese sido el ejercicio físico más grande que hubiese hecho en los últimos ocho años y viendo que yo no tenía ninguna intención de discutir absolutamente nada- me dijo: "Andá, no me hagas caso. Soy un viejo tonto y me estoy quedando sin fuerzas. Salir con este calor es casi un acto irresponsable. Tendría que ir a dormir la siesta." Entonces se fue con lentitud heroica, mientras las horas que le quedaban de vida se evaporaban junto con el calor de tantos rayos ultravioletas. Yo, con las dos manos en los falsos bolsillos, pensaba en que calmar la sed sería lo único que me convendría, a esa hora y con la cabeza quemada.
" No sé si usted sabe que hay pobres tan pobres que llegan al extremo de ser compadecidos por personas que viven en ranchos donde la malaria es moneda de cambio y el hambre cosa más que frecuente." Y mientras me mostraba la edición del diario de hoy seguía perorando: "Me causa rabia, sí ¡rabia! escuchar periodistas, antropólogos y sociólogos hablar de la 'era cibernética' y 'del amor en los tiempos del facebook' cuando estadísticamente la mitad de las personas de este mundo no usaron siquiera un teléfono y un cuarto de ellas en vez de tener en la cabeza esos problemas virtuales tiene otros inmediatos como la sed. Definitivamente nos están anestesiando. Yo no estoy en contra de la tecnología, no te creas, no pibe." Y el viejito sacó y empezó a bambolear un celular como si con eso diese cierto testimonio. A mi me parecía un loco lindo y lo dejaba seguir: "Mi señora y yo tenemos solo lo indispensable y si no fuese por la costumbre y algunas manías tontas me conformaría con la cama, la mesa y la pavita del mate nomás." Ya con tono cansado -como si ese discurso hubiese sido el ejercicio físico más grande que hubiese hecho en los últimos ocho años y viendo que yo no tenía ninguna intención de discutir absolutamente nada- me dijo: "Andá, no me hagas caso. Soy un viejo tonto y me estoy quedando sin fuerzas. Salir con este calor es casi un acto irresponsable. Tendría que ir a dormir la siesta." Entonces se fue con lentitud heroica, mientras las horas que le quedaban de vida se evaporaban junto con el calor de tantos rayos ultravioletas. Yo, con las dos manos en los falsos bolsillos, pensaba en que calmar la sed sería lo único que me convendría, a esa hora y con la cabeza quemada.
jueves, 12 de enero de 2012
Mise en abyme
En contra de todos los avisos de conocidos y amigos que me prometieron que enero en Buenos Aires sería un cóctel de pastillas para dormir maliciosamente infecundo decidí pasar todo el mes en la ciudad. Sin trabajo y sin plata, a excepción de una suma ridícula que mi padre sigue ofreciéndome por una compasión que de alguna manera es lógica, pude empezar a escribir una novelita que sé no voy a terminar nunca. El argumento es finito, y trata sobre un hombre que despierta un día antes de ir a trabajar y es recibido en el mismo comedor de su casa por dos enfermeros que pretenden internarlo. -"Pero si no estoy enfermo...de hecho me siento muy bien"- "Usted está loco", le informan. Entonces el protagonista, que vive con una mujer que no es su amante, empieza una serie de artificios para intentar cambiar el diagnóstico que lo tiene con una soga al cuello.
Ese protagonista no es un alter ego del autor, pero lo cierto es que la persona que conozco con más detalle lamentablemente soy yo así que hay influencias que me resultan inevitables. El diagnóstico en vez de mejorar empeora. El propio jefe del protagonista asegura no poder responder sobre la cordura de su empleado y hasta su madre y sus hermanas aseguran que lo mejor sería una internacion temporal. Su compañera de departamento se fuga con una lesbiana y el único sostén del probable loco es un viejo que se hace el erudito pero que en verdad es un farsante. En otro capítulo que sin dudas no va a quedar en la Historia un perito psiquiátrico le hace unos tests completamente ridículos que terminan por hundirlo en el peor de los escenarios. A pesar de esto, la internación se va dilatando y la angustia del paciente va paralelamente creciendo. Lo que parece ser el retorno de una relación amorosa abandonada hacía un tiempo se convierte en un juego de distancias y equilibrios que mezcla el placer con el gusto amargo. El amigo viejo se suicida -con una técnica recomendada en un famoso cuento de Papini- y cuando el protagonista parece caminar ya sobre el mismísimo borde del abismo al costado del cual cualquier hombre común sentiría un vértigo insufrible es, cuándo no, un golpe de suerte el que transforma todo y le da algo de tiempo para revisar su situación: se cruza por casualidad a un amigo suyo que no veía hace algunos meses, hombre de pocas y no muy lúcidas palabras quien resulta estar escribiendo una novelucha porque vive en Buenos Aires, es enero y está desempleado. El argumento -cuenta su amigo- es finito, y trata sobre un hombre que despierta un día antes de ir a trabajar y...
Ese protagonista no es un alter ego del autor, pero lo cierto es que la persona que conozco con más detalle lamentablemente soy yo así que hay influencias que me resultan inevitables. El diagnóstico en vez de mejorar empeora. El propio jefe del protagonista asegura no poder responder sobre la cordura de su empleado y hasta su madre y sus hermanas aseguran que lo mejor sería una internacion temporal. Su compañera de departamento se fuga con una lesbiana y el único sostén del probable loco es un viejo que se hace el erudito pero que en verdad es un farsante. En otro capítulo que sin dudas no va a quedar en la Historia un perito psiquiátrico le hace unos tests completamente ridículos que terminan por hundirlo en el peor de los escenarios. A pesar de esto, la internación se va dilatando y la angustia del paciente va paralelamente creciendo. Lo que parece ser el retorno de una relación amorosa abandonada hacía un tiempo se convierte en un juego de distancias y equilibrios que mezcla el placer con el gusto amargo. El amigo viejo se suicida -con una técnica recomendada en un famoso cuento de Papini- y cuando el protagonista parece caminar ya sobre el mismísimo borde del abismo al costado del cual cualquier hombre común sentiría un vértigo insufrible es, cuándo no, un golpe de suerte el que transforma todo y le da algo de tiempo para revisar su situación: se cruza por casualidad a un amigo suyo que no veía hace algunos meses, hombre de pocas y no muy lúcidas palabras quien resulta estar escribiendo una novelucha porque vive en Buenos Aires, es enero y está desempleado. El argumento -cuenta su amigo- es finito, y trata sobre un hombre que despierta un día antes de ir a trabajar y...
miércoles, 11 de enero de 2012
Sueño de una noche de verano
Anoche tuve un sueño: era de noche y estaba en mi cuarto. El techo parecía ser en ese momento mucho más alto de lo que es en verdad y las paredes no eran blancas, sino que alternaban entre la arena y una mezcla de cemento. Una persona con la voz de una abuela mía que se suicido tirándose de un séptimo piso me hablaba de sus proyectos para entrar voluntariamente en un manicomio y me preguntaba si estaría dispuesto a ir con ella. Yo trataba de ser amable y explicarle que no podía acompañarla -aunque siempre le aclaraba que me gustaría- porque tenía muchas cosas por hacer y aparte no podía abandonar a mi familia ni a mis amigos. La conversación fue empeorando; ella lloraba y me decía que no iba a soportar el hecho de estar ahí sola y que lo iba a sufrir mucho. Me agarraba de la mano y me daba besos en la mejilla con una ternura excesiva. Fue entonces cuando pude distinguir bien su cara: no era mi abuela. Era una mujer joven y atormentadoramente linda que tenía puesto un vestidito azul corto y de verano, pero algo tenía en los ojos que la hacía insufrible; una mirada que disimulaba a medias un desprecio profundo y que hacía que sus globos oculares parecieran deformados, como si fisiológicamente calcaran los efectos de la fuerza de gravedad que nos gana el cuerpo cuando una vergüenza nos hunde bajo su imperio. En un momento que a mi me pareció extremadamente tenso me paré de golpe y le grité "'¡Pero entonces no vayas, y a mí no me jodas!". Un enjambre de abejas flacas que era una nube sonora bailaba arriba nuestro y aunque no nos atacaba salvo con un fiero zumbido grueso que iba aumentando -convirtiéndose de a poco en una ópera compleja- hizo que un malestar gigante me trepase por la panza hasta usurparme la garganta y el maxilar inferior. No sentía la cabeza hinchada, pero no dudaba en que estaba ocupando un espacio mayor al habitual; el volumen era el mismo, pero la densidad del cráneo y de la masa encefálica me hacían pensar en que su composición era esencialmente distinta. De repente me vi las manos y con asco noté que las tenía empeoradas, las falanges amarillas como por haber fumado una fábrica de tabaco, los huesos marcados como por un enflaquecimiento vil pero meditado. Empecé a dar vueltas mientras la mujer cambiaba los llantos por gritos e insultos y me crucé con un tomo rojo y enorme, del doble del tamaño que tienen los manuales de enciclopedia que solemos encontrar en los estantes de cualquier familia acomodada. El volúmen era un libro de Svevo titulado "Del placer y del vicio del fumar" que había leído parado y de un tirón en una librería de mi barrio simplemente por no tener la plata suficiente para comprarlo. Lo quise agarrar pero se me hacía extremadamente pesado. Parecía de plomo. Con un esfuerzo que me pareció casi una acrobacia lo abrí y de adentro salieron más abejas que se sumaron al tropel infernal. Y los insectos nunca me atacaban. Eso, aunque parezca extraño, me desesperaba. La mujer se había acostado en la cama y por un momento tuvimos un acercamiento casi sexual. Yo me alejé asqueado cuando me dijo palabras excitantes con la dulce voz -cuesta escribirlos, horrores del sueño- de mi abuela muerta. Entonces otra vez volvió a los gritos. Quise salir de la habitación pero la puerta estaba hinchada por el calor y no corría -la puerta de mi cuarto es de madera y se dilata con temperaturas excesivas. Empecé a transpirar como un musulmano en desierto de sal y piedra y no viendo otra salida que la ventana la abrí de un tirón y pisando algunos cuadernos del escritorio, salté como salta un condenado.
Caí en un jardín con banquitos dispersos y senderos marcados con polvo de ladrillo. Dominaba el parque un edificio de unos tres o cuatro pisos, blanco y de hermosas ventanas uniformes. Vi que el cielo arriba mío estaba nublado, pero más allá, del otro lado de la construcción, el horizonte arremolinado tenía un color perceptiblemente artístico, entre el violeta y el rojo, como en esos atardeceres en los que el juego cromático parece obra de un pintor holandés caído en desgracia. Sin alarma vi también los espectáculos de una lluvia de fuego en plena crecida, pero con miedo sentí como alguien se me acercaba por atrás. Giré rápido; esta vez la figura exacta de mi abuela me sonreía. Mientras abrazados, ella me acariciaba lentamente el cuello con sus manos gordas y la lluvia de fuego nos cruzaba los cuerpos sin que nos arda la piel, me agradeció con esa voz tan suya: "Al final viniste, mi vida, mi solcito."
Hasta ahí lo que me acuerdo. Me desperté y apunté esta historia en el anotador de sueños que tengo siempre al lado de la cama, seguida de una frase: "Dormir con un calor excesivo favorece las circunstancias del delirio". Antes de volverme a acostar prendí el aire acondicionado.
Caí en un jardín con banquitos dispersos y senderos marcados con polvo de ladrillo. Dominaba el parque un edificio de unos tres o cuatro pisos, blanco y de hermosas ventanas uniformes. Vi que el cielo arriba mío estaba nublado, pero más allá, del otro lado de la construcción, el horizonte arremolinado tenía un color perceptiblemente artístico, entre el violeta y el rojo, como en esos atardeceres en los que el juego cromático parece obra de un pintor holandés caído en desgracia. Sin alarma vi también los espectáculos de una lluvia de fuego en plena crecida, pero con miedo sentí como alguien se me acercaba por atrás. Giré rápido; esta vez la figura exacta de mi abuela me sonreía. Mientras abrazados, ella me acariciaba lentamente el cuello con sus manos gordas y la lluvia de fuego nos cruzaba los cuerpos sin que nos arda la piel, me agradeció con esa voz tan suya: "Al final viniste, mi vida, mi solcito."
Hasta ahí lo que me acuerdo. Me desperté y apunté esta historia en el anotador de sueños que tengo siempre al lado de la cama, seguida de una frase: "Dormir con un calor excesivo favorece las circunstancias del delirio". Antes de volverme a acostar prendí el aire acondicionado.
martes, 10 de enero de 2012
Poema encontrado en la puerta de un manicomio
Je suis malade
Yo estoy enfermo,
Yo estuve enfermo.
Enfermo de los ojos, de los labios que besaron mujeres hermosas,
Enfermo de la boca que dice poemas en braza.
Enfermo de los nervios manchados de humo y café.
Yo estuve enfermo.
Aún estoy en reposo, no quiero y no puedo escribir.
Yo solo quiero un puñado de estrellas maduras,
Yo solo quiero la dulzura del Verbo,
Vivir.
Por ese poeta loco que no deja nunca de vagabundear por Bolivia.
Yo estoy enfermo,
Yo estuve enfermo.
Enfermo de los ojos, de los labios que besaron mujeres hermosas,
Enfermo de la boca que dice poemas en braza.
Enfermo de los nervios manchados de humo y café.
Yo estuve enfermo.
Aún estoy en reposo, no quiero y no puedo escribir.
Yo solo quiero un puñado de estrellas maduras,
Yo solo quiero la dulzura del Verbo,
Vivir.
Por ese poeta loco que no deja nunca de vagabundear por Bolivia.
jueves, 5 de enero de 2012
Sobre gustos...
Rápido. Prefiero toda la vida una mujer-tabla a una que se haya hecho implantar por un cirujano respetable dos ridículas montañas importadas del cánon holywoodense buscando convertirse en una muñequita de revista porno-nazi. Prefiero el Domingo a los Marlboro y elijo el vino de Creta antes que un Catena Zapata. Me resulta mucho más estimulante una noche al lado del mar que una gira de fiesta electrónica.
Disfruto más pasear por la calle y escuchar las boludeces que dicen los pibes de los barrios de la perifería que leer una prolija nota de opinión en La Nación o Página 12. Y aunque tengo un amor enorme por la literatura, me rompen soberanamente las pelotas las viejas que se juntan a charlar sobre Borges o Cortázar en la librería Clásica y Moderna mientras entretienen un cafecito o un cortado.
Prefiero a un amigo simple con el que me pueda reír mientras compartimos una cerveza a uno que haya aprobado sesenta materias en la universidad y sea más aburrido que una ceremonia pública donde se debaten, mientras por debajo de la mesa los eruditos teclean sus blackberrys, las variantes de la estupidez. Me gusta más fumar marihuana y escuchar un disco a un volumen peligroso que hacerme el piola parloteando educadamente de psicología jungiana. Elijo por conocimiento de causa a las personas que hablan según lo que van sintiendo y cambian y te sorprenden a esas que tienen un discurso político tan pesado que te llegan a explicar hasta cómo hay que lavarse las patas. Prefiero el chamuyo de giróvago a la cita exacta.
Me excitan las mujeres que saben volar y no las que te dicen con voz de cajera mal cogida: "¡ay, gordo, tenés que ser realista!"
Prefiero viajar tentando a la improvisación que tener estudiado de antemano, con la precisión de un contador suizo, el tiempo dedicado hasta para sonarme los mocos.
Me gusta más el cine mudo que el teatro para sordos. Prefiero pasear por la Calle de las Brujas que convertirme en un hongo disecado del Soho. Creo que especializarse es una forma de embrutecerse diplomáticamente. Me divierto más charlando con un loquito lindo que con un psiquiatra barbudo.
No creo en el hedonismo, en el anarquismo, en el peronismo ni en el arribismo: pienso que antes que hacerle casos a todos esos medicamentos hay que mutar la forma en que nos miramos a los ojos. Creo que la poesía existe solo cuando es irrefrenable y que cuando adquiere forma meditada se convierte en una tonta pieza de museo, acá el ejemplo. Prefiero agotar la vida misma antes que colgar de la pared un diploma que certifique que aprendí a pensar como recomiendan las academias.
Disfruto más pasear por la calle y escuchar las boludeces que dicen los pibes de los barrios de la perifería que leer una prolija nota de opinión en La Nación o Página 12. Y aunque tengo un amor enorme por la literatura, me rompen soberanamente las pelotas las viejas que se juntan a charlar sobre Borges o Cortázar en la librería Clásica y Moderna mientras entretienen un cafecito o un cortado.
Prefiero a un amigo simple con el que me pueda reír mientras compartimos una cerveza a uno que haya aprobado sesenta materias en la universidad y sea más aburrido que una ceremonia pública donde se debaten, mientras por debajo de la mesa los eruditos teclean sus blackberrys, las variantes de la estupidez. Me gusta más fumar marihuana y escuchar un disco a un volumen peligroso que hacerme el piola parloteando educadamente de psicología jungiana. Elijo por conocimiento de causa a las personas que hablan según lo que van sintiendo y cambian y te sorprenden a esas que tienen un discurso político tan pesado que te llegan a explicar hasta cómo hay que lavarse las patas. Prefiero el chamuyo de giróvago a la cita exacta.
Me excitan las mujeres que saben volar y no las que te dicen con voz de cajera mal cogida: "¡ay, gordo, tenés que ser realista!"
Prefiero viajar tentando a la improvisación que tener estudiado de antemano, con la precisión de un contador suizo, el tiempo dedicado hasta para sonarme los mocos.
Me gusta más el cine mudo que el teatro para sordos. Prefiero pasear por la Calle de las Brujas que convertirme en un hongo disecado del Soho. Creo que especializarse es una forma de embrutecerse diplomáticamente. Me divierto más charlando con un loquito lindo que con un psiquiatra barbudo.
No creo en el hedonismo, en el anarquismo, en el peronismo ni en el arribismo: pienso que antes que hacerle casos a todos esos medicamentos hay que mutar la forma en que nos miramos a los ojos. Creo que la poesía existe solo cuando es irrefrenable y que cuando adquiere forma meditada se convierte en una tonta pieza de museo, acá el ejemplo. Prefiero agotar la vida misma antes que colgar de la pared un diploma que certifique que aprendí a pensar como recomiendan las academias.
Despacio. Me gusta mucho simular que estoy despierto.
miércoles, 4 de enero de 2012
Un artista del hambre
Este manuscrito lo encontré hace poco llegando a la esquina de Soler y Gurruchaga. El texto fue escrito en lápiz y por la nitidez del trazo no puede tener una antigûedad mayor a los dos años. Son tres hojas a4 manchadas con vino y lo que parecen quemaduras de cigarro. La ortografía es aceptable pero no perfecta; para satisfacción del lector y evitar el espanto de los maestros de primaria modifiqué convenientemente cada símbolo. Por momentos las letras parecen impresas pero esporádicamente se convierten en caracteres ruinosos, poco legibles. Se deduce del escrito que el autor no es un erudito y que es necesariamente una persona sensible o un impostor de primera categoría. El papel no lleva ninguna presentación. Los ruidosos encantos de esta página me obligaron a titularlo "Un artista del hambre".
(...)En cuanto a mi vida, es lo
suficientemente particular como para que a un individuo del montón le parezca
desagradable.
Pero qué se yo - el hombre no
puede conocerse a sí mismo por completo; esto es tan ridículo como pretender
que la energía explique a la energía. Y esa parcialidad es nuestro resto de
salud mental, si es que existe tal constancia.
Hubo un tiempo en el que aumentaba
mis facultades con placer, me dedicaba al estudio de las cuestiones más
modernas y me deleitaba con las músicas, los alcoholes y los tabacos más excelentes
que concibió el género humano. Creía en la pantalla de la perfección, en el
camino, en la virtud y en la constancia. Hasta mi ociosidad y mis vicios me
parecían sagrados. Me daba infinitas energías la idea antigua, la mentira que explica
cómo el mundo se encarga de abrir camino diáfano a los hombres notables y
pensaba que la Historia
guardaría en páginas de oro todos los hechos de mi vida erudita. Mi cuerpo
estaba preparado para cualquier circunstancia. No había biografía exquisita en la que no
encontrase rastros de mi propia personalidad. Los ataques de nervios no eran
síntomas todavía agravados y veía en mí, en apariciones continuas, al Oráculo,
al Sabio…al Idolo energético. Pero era bien pícaro y sabía disimularlo. A
veces, para despistar un poquito a los chismosos –es decir, a todo el mundo- me hacía el miserable:
entonces pensaba que en cualquier academia del mundo podría dar lecciones sobre
dramaturgia. Si me lo proponía con la firmeza que solo tienen los saqueadores
de voluntades, podía hacer llorar o reir a cualquiera; esto lo comprobé con
chicos de dos años, viejos mendigos, señoras respetables y mujercitas que se
enamoran de nosotros por esas miradas que parecen despreciar el mundo.
Generalmente me daba lo mismo los efectos que podía llegar a causar en los
otros y entonces mi actitud era la de un espectador cualquiera de la comedia
humana, la cara en otra esfera con su electricidad neurótica viajando hacia
falsos Orientes. Otras veces me encerraba dentro de los cofres mentales que los
demás quieren siempre mutilar a causa de su propia vergüenza, de su incapacidad
para estar solos y me quedaba meditando alrededor de una idea que pudiera
cambiar la forma en que nos relacionamos. Al otro día todo me parecía
insuficiente. Esa exigencia me mantenía en una vigilia mental casi insalubre,
pero pensaba en cumplir cierta profecía que yo mismo había anticipado. Las
tareas que me ponía por delante me resultaban ridículamente fáciles, y los
trabajos que los otros realizaban con una dificultad estúpida yo los terminaba
sin haberme dado cuenta. En mis discursos sociales demostraba esperanzas en el
género humano y especificaba con gracia las ideas del futuro. Esa inocencia
descarada, digna de un personaje en una farsa pésimamente ejecutada, fue mi
juventud. Inocencia que hablaba de nuevos escenarios, de fraternidad y de una
sabiduría práctica, pero íntimamente comencé a darme cuenta que despreciaba a
los hombres ¡horrenda y maldita para siempre la hora en que descubrí que solo
la vanidad es el motor de nuestros vehículos! Este razonamiento demuestra que no
soy un animal; el refinamiento de la inteligencia
disminuye las facultades sociales. Una noche entre las noches pretendía
comerme a la fiera que me avergonzaba y me vi al espejo y sentí asco ¡un asco
duplicado! Entonces los días empezaron a hacerse muy largos. Un agujero negro creció con rapidez dentro
de mi cuerpo, y al no encontrar resistencia fue devorando, con el paso de los
meses, la felicidad, la calma, la necesidad de estar despierto.
Creo que fue entonces cuando
comenzó el cansancio y me hundí, me hundí en serio en los espantos de la pasta base,
ese infierno meditado por nuevos alquimistas ¡Yo, que tenía un futuro que antes
de cumplido ya era memorable, que me había convertido en la realización compleja
de dos familias que modestamente habían trabajado durante generaciones para
producir sin saberlo el ejemplar exacto, traicionaba los modos y los envases y
los cambiaba por el viaje y el misterio, esperando repetir alguna fórmula! No
sin cierto orgullo, empecé a despedirme del mundo con algunas muecas tristes. Mis
ojos fueron agotando su antiguo brillo de juventud indomable y pasaron a ser
esferas que irradiaban el comienzo del desastre. Y para mí eso era, ah,
voluptuosidad en la miseria, un regalo. Ese paraíso invertido lo había
construido a mi alrededor con cristales de sofismas, cuyas aristas reflejaban
todos los desencantos que nos esperan más adelante y los había unido trabajando
el material enemigo, el tiempo.
Era evidente que mi capacidad
para transformar el cuerpo me había llevado a un escenario para el que nadie te
prepara hermano y era necesario olvidar mucho y aprender otra vez las cosas más
sencillas –cruzar una mirada con alguien, hacer el amor en plenilunio
cabalgando despacio, comer un damasco en crepúsculo de primavera, hablar con un
idiota, fumar en las terrazas- con un
método distinto.
Las ternuras cotidianas me
llenaban de tedio y un comentario de un amigo o una nota cualquiera en un
diario eran capaces de nublarme la vista o dejarme sensible hasta la nausea por
toda una semana. Me parecía que alguien había saqueado mis antiguas fronteras,
que lo prófugo de mi sensibilidad había hecho con mi piel un trabajo supremo,
dejándola expuesta a cualquier influencia. En esas circunstancias sostener la
vida se convierte en un artificio.
Las viejas que caminaban por la
calle eran para mí nada más que la posibilidad de una nueva dosis, no seres
humanos. Fumaba como se fuma una bomba, con la esperanza de que me estallara
dentro. Mi cerebro se convirtió en una especie de pegamento de fábrica, y la
única conversación de la que fui capaz por varios años giraba sobre
morbosidades atléticas o proyectos de nuevas decadencias. No tenía aire para
pensar en otra cosa; mi oxígeno era tóxico en alta frecuencia, mi sangre se
puso un poco amarilla, y copiando de mí mismo los pensamientos degenerados, se
degradó a ella misma, con un resultado escalofriante. Mi vida fue un delirio al
que me había acostumbrado -¿y quién puede decir algo distinto de la suya?
Además, la normalidad es de mal gusto.
Pero la verdad es que nunca me
gustó especializarme: fui estudiante, ladrón, músico, amante y profeta, sibarita,
comerciante, honrado; y nada me pareció más perfecto que la vida de vagabundo.
Abandoné a la familia, a los viejos y los nuevos amigos. Empecé a hacer de cada
día una improvisación. Cuando no podía fumar, lloraba. Pero lloraba bien, con
técnica, no como las mujeres que extrañan el instrumento que las perfora, sino
más bien como la madre que perdió a su hijo por haber sido demasiado santa. No
solo me temblaba todo el cuerpo y la cabeza se me ponía caliente como un
microondas de alta potencia gimiendo por un esfuerzo que le resulta imposible;
me lloraban las manos, las rodillas, la espalda se convertía en una lava
inarmónica, me sacudía entero, todos los nervios parecían a punto de
desintegrarse por el desvelo al que los sometía. Realmente, era un espectáculo
apreciable. Sentía como había una energía –la vida- que luchaba y quería
escapar de la marea roja de ese tormento, y yo, poseído por el sutil demonio
que nos obliga a arrodillarnos despiertos, sobornaba a los espectros de mi
propia desconfianza con moneda corriente, con las sobras. Entonces pensaba: “¡Cuánto
te amamos, vanidad!”
Entre tanto trip conocí un morfinómano que
creyendo poder lograr un efecto altamente sugestivo, se pinchó, sin mucha
ceremonia, en el centro del ojo izquierdo. Era ateo pero solía decir, en tono
profético y la voz que sugiere un póster: “He
who sees the infinite in all things sees God. And he who sees the
Ratio only, sees himself only.” Después de reposar un día en lo
cómodo de la nube, salió de la cueva caminando con un pedazo de madera sobre
los hombros, a la manera de un Redentor acostumbrado.[1]
Vio la luz del día y deliró más todavía. Aunque no me interesaba sentirme Pietr
lo acompañé durante el camino y me acuerdo que él iba diciendo algo artificial
como: “Sé que me acusaron de soberbia, de poeta y de lacra social. De haber
posado los ojos un poquito más allá de lo permitido para seguir acomodado. Me
dijeron: ‘Andá para adelante’, y después: ‘solo hasta este punto’, mientras me
señalaban con el dedo un código de moral práctica, un manual para
conquistadores. Mis intenciones no fueron otras que dedicarme a la saturación
de este cuerpo mío antes claro y visible, ahora artístico, nervioso,
visionario. Mi interés en los otros es nada, pero si yo sufro y consumo ahora
todo el dolor del mundo ¡entonces tendrían que empezar a darme las gracias!
Pagué mi deuda con la energía desviviéndome en gestos, en muecas, en
intenciones. Inventé palabras, nuevos sonidos y hasta formas más placenteras de
hacer el amor. Fui un dandy de
antología italiana y más tarde francesa, hice de la vida un espectáculo aéreo,
pero la crítica siempre es carroñera y vive del chusmerío, de nuestra carne
picada, de nuestros actos fallidos, del simulacro
y ellos, que son miserables por excelencia, hablan de esperanza…estamos solos.”
Después me agarró –con las suyas, manos violetas contaminadas por la droga- de
la cabeza y me sacudió, como quieréndome conectar a la fuerza con las
corrientes de su vida. En su cara vi la sombra de una felicidad perdida, el
patetismo, el sin remedio de la angustia. Se fue y no lo quise ver nunca más.
No quería escucharlo. Eran tremendos sus razonamientos y no hay ideas más
tremendas que las que nos obligan a cambiar la forma en la que vivimos: hay un
miserable instinto de supervivencia que nos tapa los oídos ante la frecuencia
hablada de ciertos pensamientos. Y es eso el origen de lo que llamamos
convenciones.
Además de gente de la calle, uno
de mis compañeros en el vicio fue diputado reelecto y muchas veces hicimos la
secuencia cerca del Congreso. Cuando, de tanto andar juntos, nos hicimos
amigos, pasamos una semana entera en su casa, dedicados a la tarea habitual. Se
nos sumó su esposa y una sobrina suya, tremendamente libidinosa. Había otro que
trabajaba en la Corte Suprema ;
ese sí que fumaba como un toro ¡y además, qué contrabandista, qué facilidad
para convertirse en paria! ¿Piensan que un tipo de saco y corbata no puede
quedar adicto hasta la médula de este misterio? Nuestra ciudad está llena de
personajes que simulan tranquilidad y una dieta meditada, pero en cualquier
momento se dejan arrastrar por el primer veneno que alguien les ponga sobre la
cara. También conocí estudiantes que lo hacían con mucha categoría.[2] Y
siempre que nos abandonábamos entre pipazo y pipazo a la niebla estéril de las
ideas sublimes, me disculpaba de las mías, que por más ocurrentes, no
entendían, diciéndoles: “Sí, me olvidaba que eras…dromedario”.
Dije que me hundí en serio en los
espantos de la pasta base: siempre quise ser un espíritu romántico.
Pero me nació el optimismo y me
recuperé. Sano, volví a las fiestas comunes. Medité como un estúpido, con mucho
alivio, como cualquiera; certifiqué mi egoísmo, rompí los espejos. En el
momento en el que escribo esta memoria horrenda disfruto de los placeres del
mundo como un burgués mediano. Simulo buenas relaciones con mi familia;
pretendo, cotidianamente, cerrar los ojos ante lo que una vez juré para siempre
no soportar nunca. Mi disconformidad social es proporcional a los deseos privados
que tuve y los viejos no me dejaban cumplir; mi disconformidad social es casi
nula, y el miedo fue un bisabuelo al que enterré tres veces -¿dejará de
despertarse?- en funeral abierto. Veo que, sin excepción, cada ser humano
realiza lo que permite hacer suyo, nociones de energía. Felices y miserables
los que hacen caso a su sensibilidad; felices y miserables también los que se
evaden y plagian voluntades de otros. Aprendí a evitar querer ganar la razón y
a abandonar las discusiones. Los filósofos: no hay mejor manera de argumentar
que ser uno mismo. Los poetas: no hay
nada más allá del arte y es siempre mejor un gesto que sacuda este mundo aburrido
que figurar una nueva galaxia. Mientras los otros discuten sobre astrología,
política o los modos de la medicina y creen estar en un ejercicio intelectual
de categoría yo los miro con ojos que meditan solos y que encontraron y
despreciaron las relaciones verdaderas
y vieron la mentira y el otro infierno
y que descubrieron, después de un viaje al anti-karma, que todo es como una
larguísima broma del vicio mental. A veces me es imposible dejar de pensar:
“tanto viaje para encontrar el manantial que era, nada menos, el verso de la
abuela” ¡Pero arriba, seamos siempre optimistas, con miradas elegantes, de
fiesta! La vida es una obra que no terminamos nunca; la vida es un estreno infinitamente aplazado. Conseguí,
después de tanto desgaste, una calma calurosa e incorruptible; y cuidado,
todavía me guardo algunas balas para la última hora. No me causa vergüenza escribir
esto, es la única forma de sobrevivir entre el humo de tantos desafinados. Biografía
de un polivalente: fui el sabio de la biblioteca, el fisura metafísico de las drogas blandas y duras, el
Improvisador, el amante total, el hijo de muchas madres y el homosexual
tiránico. Después de haber actuado en tantos teatros y de haber visto la cara
que te grita muy de cerca “¡si seguís así no va a pasar mucho tiempo hasta que la Vida empiece a tomarte por un
tonto!” encontré sensato que volver a cierta ternura inicial era una forma alegre
de escapar a la indiferencia que me había ganado toda la espalda y que hasta
había trastornado mi médula espinal dejándome seco como cualquier cuerpo
después de un orgasmo flamenco. Pero sin esa sensación de participar en la Naturaleza. Para
ejercitarme en lo civilizado, me puse a salvo de todo pensamiento serio. Ahora
soy la sombra de ese antiguo lobo, y aunque no puedan creerlo, mi risa, mi risa
guarda todos los acordes de las orgías humanas.
Mamá, mamita, si alguna vez este
papel te llega a las manos: mi cuerpo crémenlo y tiren las cenizas en la cuenca
del Ganges, durante un amanecer. Es la única forma de detener el círculo de las
resurrecciones. No me niegues este favor. Además, espero hace tiempo
encontrarme con *** en el Golfo de Bengala. Estoy cansado en una forma que, te
aseguro, las palabras traicionarían. Es como si hubiese asistido a la sucesiva
muerte de mis otros egos, y ahora, con la nostalgia encima de compañeros tan
queridos que habitaron dentro mío, viviera en luto constante por lo que fui y
dejo de ser cada que vez que pestañeo. No es que no visite a la alegría en su
templo desordenado, pero mi pulso parece inclinarse hacia otro lado. Madre que
me diste la vida, fui mezquino con lo regalado, y ni siquiera nuestros besos
fueron suficientes; los besos nunca alcanzan.
La interrupción del manuscrito es abrupta.
[1] La asociación es más que válida. La
siguiente cita esclarece lo que el artista del hambre intuyó: “En su tratado De supplicio Crucis, Lipsius (Lips) dice
que el palo vertical de la cruz estaba fijo en el lugar de la ejecución y que
el condenado solo tenía que cargar el palo
transversal. En consecuencia, es un error de nuestros pintores retratar a
nuestro Salvador llevando la cruz.” Edgar Allan Poe, Misceláneas. The Southern
Literary Messenger, Agosto, 1836.
[2] Es curioso cierto
paralelismo con el siguiente pasaje. Aunque su literatura es menor, el tema es
el mismo: “(...) sobre la multitud misteriosa de los opiómanos, esa nación
contemplativa, perdida en el seno de la nación activa. Son numerosos, y más de
lo que se cree. Son profesores, filósofos, un lord situado en el cargo más
alto, un subsecretario de Estado; si casos tan numerosos pertenecientes a la
clase social más elevada, han llegado sin ser busc
ados, a conocimiento
de un solo individuo ¡qué espantosa estadística se podría trazar de la
población entera de Inglaterra!” Thomas de Quincey, Confessions of an English
Opium Eater. La cita se puede encontrar también en Baudelaire (Les Paradis
Artificiels, Paris, 1860.)
Un fin de semana cualquiera
Iban a ser las nueve de la noche del sábado y yo fumaba y fumaba un excelente tabaco rubio mientras oía unos temas de Elvis. Tocaron el timbre. No esperaba a nadie; pregunté por el portero quién era y no contestaron. Tocaron otra vez. Salí afuera: lo primero que hizo ella fue sonreírme. Después dijo en un español un poco ridículo: "Soy Julie." La invité a pasar y tomamos unos tragos con Ron bien cargados. Nos hacíamos preguntas por pura fórmula y pensé que mucho mejor sería escapar de la conversación biográfica y empezar a hacer chistes: a los pocos minutos estábamos los dos fumando en la terraza y riéndonos como amantes consumados. Entre una cosa y otra me contó que había llegado el día anterior desde Francia, que vivía en Montmartre -yo no pude dejar de pensar en Baudelaire- y que era diseñadora gráfica y cantante. Apenas me dijo eso agarré la guitarra: había estado tocando hace unos días un arreglito de "Je ne regrette rien" así que hicimos dúo y nos reímos bastante. Cantaba bien, con una voz dulcificada por los trips de las pastillas -para subir, para bajar, para estar despierta- que consumía: éxtasis, MD y todo el arcoiris de las drogas postmodernas. Me dijo que había estado de gira por Europa y por Estados Unidos y que venía a Buenos Aires por delivisión de amigos y por la movida de los graffitis, arte que "desde siempre" le encantaba. Le ofrecí marihuana y me dijo que no le gustaba. Ya un poco tocados por los alcoholes y los gestos desmedidos, bajamos a cenar. Antes de preparar la comida quiso ir a comprar un vino. Salimos a la calle con una velocidad un tanto exótica, la mina se movía rápido y sabía lo que quería. Yo estaba tranquilo y me sentía cómodo con ella; moviéndome en mi barrio a veces tengo la sensación de ser un campeón sin haber jugado a nada. Hablábamos un inglés salvaje mezclado con su francés aéreo y mi francés cerrado. Compré unos Gitanes y también me hice cargo del vino. Cenamos enfrentados, brindamos en broma a la distancia -Bebamos de las copas...- y le conté un poco de mis últimos viajes mientras sonaba de fondo un disco de Arcade Fire que había bajado hacía poco tiempo.
Me pidió que hable en francés y pensé no sin cierta satisfacción que me lo pedía porque seguramente eso la excitaba. Mientras me hacía el artista y mechaba fracesitas de Rimbaud con algunas citas eruditas del Dupin de Poe ella me escuchaba con una pose seductora. Tenía treinta y un años y yo le dije que veinte. No me creía. Yo tampoco a ella. Estábamos a mano. Sus padres habían sido comunistas durante el Mayo Francés y ella me decía que no estaba segura de cómo hacer para actualizar esa corriente. (Sus padres comunistas y yo antes de saberlo le había preparado un Cuba Libre ). Creía que graffitear por la calle e intervenir las ciudades con delirios, personajes paradigmáticos e imágenes babilónicas era una manera de mantener la conciencia política despierta. Yo la miraba.
Había conseguido un departamento en la zona de Caballito; no sé por qué, pero se me ocurrió que ya lo conocía. Era un monoambiente largo y amueblado con el estilo de cualquier bar que hoy pretende ser moderno y un balconcito con vistas a una calle que desembocaba cien metros más allá en pleno Parque Centenario. Sacó de la bodeguita una botella de vino y me pidió que la abra. Cuando me acerqué para agarrar el vino me rozó el brazo derecho con intenciones indudables. Nos besamos y antes de darnos cuenta nuestro ingles pasó rápido rápido de un elegante "Another glass of wine?" a un prostibulario "Do you like this?" y "Now let's try the doggy style" y "¡Fuck me, please!" así que es claro cómo cerramos la noche. Después de la cosa habitual -como suelen llamar al sexo los infinitos narradores de las Mil y una Noches- me levanté y me purifiqué. Cuando aparecí de nuevo ya se había dormido; antes de apagar la luz tenue que habíamos dejado sobre nuestras cabezas la vi semidesnuda y pensé que así era más seductora que en su desnudez completa. Preparé un café que me resultó verdaderamente voluptuoso, agarré un libro más o menos al azar de la biblioteca -era Galeano, bendita suerte- y me fui al balcón a fumar unas secas de porro: todavía estaba borracho y necesitaba descender unos niveles de intoxicación antes de meterme otra vez entre los médanos blancos, las sábanas y su cuerpo de montonerita francesa. Jolie, pensé, mientras me volvía a desnudar.
Nos despertamos sin quererlo, entre las tres y las cuatro de la tarde. Jugamos en la cama y demostró ser multiorgásmica y tremendamente sensible a las caricias.
Antes de salir me di cuenta que era una de esas mujeres a las que les resulta más facil desnudarse que vestirse: estuvo media hora eligiendo qué ponerse y el resultado final no demostraba que haya hecho un uso del tiempo envidiable. Caminamos por el Parque Rivadavia, la ayudé a que no la estafaran comprando un disco de Gardel para un amigo -bisexual, me lo aclaró varias veces como insinuando que Gardel también jugaba en toda la cancha- y no sé què otra cosa más. Tuvimos que pasar por una farmacia porque tenía la garganta arruinada. Por momentos sentí que me aburría. La señorita paseaba como enamorada y en una actitud romanticona por un barrio que seguramente le parecía encantador y yo no dejaba de pensar en que debería ir a lo de unos amigos a emborracharme y reirme un rato. Pero la vida te va embobando y cuando llegó la noche estábamos otra vez en el departamento. Soy injusto, era entretenida, sabía conversar bien, sabía coger con arte japonés, sabia descansar y todavía soñaba. Pero, qué le vas a hacer mago, yo buscaba otra cosa.
Preparamos una comida ligera, tomamos un vino, tomamos dos y el tercero lo despachamos en la cama. Después se puso un poco en orgullosa y me mostró las cuarenta y cinco bandas que había tenido y en las que ella había sido cantante. No creo que haya que aclarar mucho màs cuando digo que habían tenido cierto éxito y que eran simpáticas. Mucho indie con todo el artificio. Duró casi una hora; sufrí un poco de fiebre. La hice dormir y puse las gimnopedias de Satie y después a Wes Montgomery. Necesitaba tremendamente recordar que existía un universo de sonidos que llamamos música que intenta mezclar la sensibilidad con la inteligencia y no el ruido amable con una idea comercial del destino protofabricada para personajes altamente actualizados. Mucho F5 y te arruinaste el cerebro, mademoiselle ¿Para tanto?
Volvimos a Palermo; ella tenía que encontrarse en el Museo Evita con una francesa que había conocido por facebook. Durante el viaje me dijo que esa semana se iba a hacer una escapada a Uruguay y quería que la acompañara. Le dije que no tenía tiempo. La besé, le deseé suerte en Uruguay y me bajé del colectivo con elegancia -y rápido. Con el aspecto de cualquier duque agotado llegué a mi casa el lunes a las tres de la tarde mientras pensaba con una sonrisita que se me filtraba por los labios: "Bueno, no siempre la cosa va a ser tan fácil...".
Hace unos meses que está de vuelta en Francia. Yo no le hablé nunca más y sé por algunos comentarios que ahora es algo así como una amiga de mi madre - para el nacimiento del bebito faltan unas semanas. Pero sé también que cuando llegue con mis delirios a París voy a tener algo más que un pasaporte falso y algunas páginas mal escritas; me espera un departamento en Montmartre con una bodega llena, un grupo de artistas mitad vagabundos mitad profesionales, y una mujer que se parece mucho a lo que uno puede esperar que le regale cualquier ciudad del Primer Mundo.
A veces pienso que la vida es una película que filmamos nosotros mismos con esta cámara nuestros ojos y no entiendo cuando la leonada dice y repite que el cine francés es lento; a mí se me pasa siempre volando.
Me pidió que hable en francés y pensé no sin cierta satisfacción que me lo pedía porque seguramente eso la excitaba. Mientras me hacía el artista y mechaba fracesitas de Rimbaud con algunas citas eruditas del Dupin de Poe ella me escuchaba con una pose seductora. Tenía treinta y un años y yo le dije que veinte. No me creía. Yo tampoco a ella. Estábamos a mano. Sus padres habían sido comunistas durante el Mayo Francés y ella me decía que no estaba segura de cómo hacer para actualizar esa corriente. (Sus padres comunistas y yo antes de saberlo le había preparado un Cuba Libre ). Creía que graffitear por la calle e intervenir las ciudades con delirios, personajes paradigmáticos e imágenes babilónicas era una manera de mantener la conciencia política despierta. Yo la miraba.
Había conseguido un departamento en la zona de Caballito; no sé por qué, pero se me ocurrió que ya lo conocía. Era un monoambiente largo y amueblado con el estilo de cualquier bar que hoy pretende ser moderno y un balconcito con vistas a una calle que desembocaba cien metros más allá en pleno Parque Centenario. Sacó de la bodeguita una botella de vino y me pidió que la abra. Cuando me acerqué para agarrar el vino me rozó el brazo derecho con intenciones indudables. Nos besamos y antes de darnos cuenta nuestro ingles pasó rápido rápido de un elegante "Another glass of wine?" a un prostibulario "Do you like this?" y "Now let's try the doggy style" y "¡Fuck me, please!" así que es claro cómo cerramos la noche. Después de la cosa habitual -como suelen llamar al sexo los infinitos narradores de las Mil y una Noches- me levanté y me purifiqué. Cuando aparecí de nuevo ya se había dormido; antes de apagar la luz tenue que habíamos dejado sobre nuestras cabezas la vi semidesnuda y pensé que así era más seductora que en su desnudez completa. Preparé un café que me resultó verdaderamente voluptuoso, agarré un libro más o menos al azar de la biblioteca -era Galeano, bendita suerte- y me fui al balcón a fumar unas secas de porro: todavía estaba borracho y necesitaba descender unos niveles de intoxicación antes de meterme otra vez entre los médanos blancos, las sábanas y su cuerpo de montonerita francesa. Jolie, pensé, mientras me volvía a desnudar.
Nos despertamos sin quererlo, entre las tres y las cuatro de la tarde. Jugamos en la cama y demostró ser multiorgásmica y tremendamente sensible a las caricias.
Antes de salir me di cuenta que era una de esas mujeres a las que les resulta más facil desnudarse que vestirse: estuvo media hora eligiendo qué ponerse y el resultado final no demostraba que haya hecho un uso del tiempo envidiable. Caminamos por el Parque Rivadavia, la ayudé a que no la estafaran comprando un disco de Gardel para un amigo -bisexual, me lo aclaró varias veces como insinuando que Gardel también jugaba en toda la cancha- y no sé què otra cosa más. Tuvimos que pasar por una farmacia porque tenía la garganta arruinada. Por momentos sentí que me aburría. La señorita paseaba como enamorada y en una actitud romanticona por un barrio que seguramente le parecía encantador y yo no dejaba de pensar en que debería ir a lo de unos amigos a emborracharme y reirme un rato. Pero la vida te va embobando y cuando llegó la noche estábamos otra vez en el departamento. Soy injusto, era entretenida, sabía conversar bien, sabía coger con arte japonés, sabia descansar y todavía soñaba. Pero, qué le vas a hacer mago, yo buscaba otra cosa.
Preparamos una comida ligera, tomamos un vino, tomamos dos y el tercero lo despachamos en la cama. Después se puso un poco en orgullosa y me mostró las cuarenta y cinco bandas que había tenido y en las que ella había sido cantante. No creo que haya que aclarar mucho màs cuando digo que habían tenido cierto éxito y que eran simpáticas. Mucho indie con todo el artificio. Duró casi una hora; sufrí un poco de fiebre. La hice dormir y puse las gimnopedias de Satie y después a Wes Montgomery. Necesitaba tremendamente recordar que existía un universo de sonidos que llamamos música que intenta mezclar la sensibilidad con la inteligencia y no el ruido amable con una idea comercial del destino protofabricada para personajes altamente actualizados. Mucho F5 y te arruinaste el cerebro, mademoiselle ¿Para tanto?
Volvimos a Palermo; ella tenía que encontrarse en el Museo Evita con una francesa que había conocido por facebook. Durante el viaje me dijo que esa semana se iba a hacer una escapada a Uruguay y quería que la acompañara. Le dije que no tenía tiempo. La besé, le deseé suerte en Uruguay y me bajé del colectivo con elegancia -y rápido. Con el aspecto de cualquier duque agotado llegué a mi casa el lunes a las tres de la tarde mientras pensaba con una sonrisita que se me filtraba por los labios: "Bueno, no siempre la cosa va a ser tan fácil...".
Hace unos meses que está de vuelta en Francia. Yo no le hablé nunca más y sé por algunos comentarios que ahora es algo así como una amiga de mi madre - para el nacimiento del bebito faltan unas semanas. Pero sé también que cuando llegue con mis delirios a París voy a tener algo más que un pasaporte falso y algunas páginas mal escritas; me espera un departamento en Montmartre con una bodega llena, un grupo de artistas mitad vagabundos mitad profesionales, y una mujer que se parece mucho a lo que uno puede esperar que le regale cualquier ciudad del Primer Mundo.
A veces pienso que la vida es una película que filmamos nosotros mismos con esta cámara nuestros ojos y no entiendo cuando la leonada dice y repite que el cine francés es lento; a mí se me pasa siempre volando.
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